París amaneció hoy con resaca de epopeya y radial. Un golpe exprés, siete minutos, cesta elevadora, cristal cortado con disco y huida como si la ciudad fuese un decorado de Melville o una novela de Arsène Lupin. Se llevó de la Galería de Apolo no cuadros, sino joyas: símbolos portátiles de una Francia que presume de haber pasado página del Imperio mientras encuaderna cada capítulo en oro de 24 quilates. Nueve piezas, dicen los primeros partes; entre ellas, alguna vinculada a la emperatriz Eugenia. ¡Primer gap!, hablamos de la españolísima Eugenia de Montijo, condesa de Teba, y nada dice la prensa gabacha del tema.
Parece que una de las joyas, la corona, apareció fuera, maltrecha, como si la Historia también sangrase cuando se le arranca el engaste. No hubo heridos; sí, un cierre fulminante “por razones excepcionales” y una pregunta nada excepcional en estos casos: ¿fue dinero o fue mensaje?
El escenario importa. La Galería de Apolo es el altar civil de la realeza francesa, una habitación de poder pensada para el Rey Sol y barnizada por Delacroix, donde se exhiben las Joyas de la Corona que sobrevivieron a ventas, saqueos y revoluciones. Es decir: no solo piedras, también un relato completo de jerarquías, conquistas y coronaciones, empaquetado para el turista y la conciencia etno-nacional. Quien entra ahí no ve collares; ve “grandeur” y continuidad. Quien roba ahí no toca vitrinas; toca la liturgia.
Por eso la hipótesis política —el “ataque” al pasado imperial— seduce tanto como el brillo del botín. Francia ha hecho en los últimos años ejercicios de memoria con Napoleón de una elasticidad admirable: homenaje, con discurso solemne en 2021, sí, pero con disclaimers éticos sobre esclavitud y guerras, como quien cata un vino que encanta al paladar y remuerde el estómago. Aun así, el tono del Elíseo fue inequívoco: Los Napoleones “forman parte de nosotros”. Traducción simultánea: la devoción se practica, aunque se justifique. Robar joyas napoleónicas —no cualquier cosa— encaja como bofetada a esa devoción con coartada, un recordatorio de que las reliquias del poder siguen provocando alergias y exclusiones hispánicas. De momento, eso es una lectura; no una prueba.
La otra hipótesis es prosaica y, admitámoslo, igual de francesa: crimen organizado con sensibilidad para el encuadre. A lo Arsène Lupin. El modus operandi huele a profesionales: reconocimiento previo, acceso por fachada en obras, corte limpio, montacargas, selección de piezas de alto valor y volumen manejable. Si el fin fuese puramente ideológico, uno esperaría panfleto; si es logística y dinero, basta el mercado negro. El problema es que estas joyas son famosas: venderlas enteras es casi imposible sin delatarse, y desguazarlas destruye precisamente lo que las hacía más valiosas: su pedigrí histórico. El gesto simbólico, les guste o no a los ladrones, ya está pagado en portadas.
Mientras, el Louvre clausura por “razones excepcionales” y la ministra Rachida Dati confirma el “braquage” como quien recita un género literario nacional. El museo venía meses alertando que el edificio pide cirujano: goteras, temperaturas traicioneras, un coloso cansado que, paradójicamente, aloja los trofeos de la eternidad. Hoy la eternidad necesita mejores anclajes, y la seguridad, otro enfoque y menos romanticismo.
¿Ataque contra el pasado imperial? Si uno mira el mapa simbólico, el golpe está trazado con tiralíneas: Galería de Apolo (Rey Sol), joyas napoleónicas (Segundo Imperio), París (capital de los ritos de Estado). Es difícil imaginar un bingo mejor para pinchar el globo del orgullo patrimonial francés, que ellos mismos lo califican de “grandeur”. Pero una investigación seria exige más que ironías: hará falta inventario oficial, cadena de custodia y, si el azar se digna, una reivindicación o unos chats mal borrados. Hasta entonces, lo honesto es reconocer que el botín habla en voz alta… y los autores, en susurros.
La memoria francesa, tan hábil para musealizar sus sombras, afronta aquí una paradoja deliciosa: cuanto más exhibe su pasado imperial con didáctica y leds, más fácil resulta convertir ese pasado en un objetivo. Si la nación convierte las regalías en experiencia pública e identidad portátil, no sorprende que alguien intente llevársela en una mochila. En el fondo, el robo certifica el éxito de la puesta en escena: solo se roba lo que importa, y tiene a un ladrón para hacerlo que es tan patrimonio nacional como lo es Sherlock Holmes para los ingleses.
Datos duros para el lector que necesita brújula: nueve piezas sustraídas, operación relámpago de siete minutos, acceso desde la fachada del Sena con cesta elevadora, corte de vidrio con radial, uso de montacargas hasta la Galería de Apolo. Nada se dice de que las joyas fueran de una española, una joya atribuida a Eugenia, recuperada con daños; sin heridos; cierre inmediato del museo. Falta el inventario definitivo y, sobre todo, el relato de los propios ladrones, que hoy concentran más silencios que un prefecto en rueda de prensa.
Conclusión de momento, con perdón de la grandilocuencia: Francia no “ha pasado página” de un Imperio con más sombras que luces; lo ha encuadernado en vitrina, con una devoción que roza el turismo espiritual. Lupin ha pasado esta mañana con el cúter por el lomo del libro. Puede que buscara dinero. Puede que buscara decir algo. En ambos casos, lo ha dicho. Y el eco, en Francia, siempre suena a marcha en los Campos Elíseos.