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Antropotecnolifagia universal

09 de Diciembre de 2025
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Antropotecnolifagia universal

El ser humano contemporáneo, llevado al límite de su estandarización, de su «normalidad», vive hoy entre dos mundos: el llamado «virtual», que ha pasado a ser su mundo, su espacio OFICIAL, terreno donde habita la mayor o gran parte del tiempo, donde lucha contra bombardeos de WhatsApp y se actualiza, capacita, acredita, homologa, certifica, registra y se entretiene y distrae; entre ese mundo y el denostado, «anticuado», mal visto mundo real a secas, donde no hay nada que hacer, por lo visto, excepto llevar a cabo las tareas y maniobras básicas como alimentarse, ir al baño, trabajar y sufrir abusos instituciocomerciales, ahí, a medio camino, en continuo tira y afloja, habita el ser humanoide, aplastado bajo una masa de inmisericorde CONTENIDO que le lleva a comprar, más allá de una respuesta, una confirmación.

Según es costumbre aceptada, lo vemos a diario, ser «normal» lleva consigo portar esa cosa, esa prótesis que ya no es teléfono ni ordenador (hay quien ya no hace llamadas a secas, y desconoce el correcto uso del email), esa cosa con tres funciones básicas, que se activan y disparan a mil por hora, las veinticuatro del día, sin descanso, a mano o automáticamente, a saber: mandar-recibir mensajes y/o audios, realizar videollamadas, subir fotos, audios, y «textos» (hay que verlos) copiapegados a la correspondiente red antisocial. En esencia, las dos primeras funciones tienen como objeto satisfacer aquella necesidad de confirmación; la última, la de distracción. Y de ese bucle, de esa frenética actividad que se lleva a efecto automática o manualmente, por inercia neuronal del usuario, del consumidor estrella, de ahí no salen dos, cuatro, diez mil, doscientos millones de consumidores, considerando tal cosa nada menos que «imprescindible», haciendo que así sea.

Incapaces de desligarse cinco minutos de esa prótesis, esa especie de cara tableta de chocolate que, o bien cuelga al cuello a modo cencerro, o luce a medias en el bolsillo del pantalón (a veces sobresale del elástico, a la altura del pubis), o aparece fuertemente agarrada, como si en ello le fuese la vida al consumidor esclavo; así, con los sentidos constantemente alerta a cualquier pantallazo o sonoro «¡clic!» (no vaya a ser que se pierdan lo último), los miembros más extremistas de la manada humana precisan hacerse fotos a toda costa, y responder a todos los insultos, agasajos, camelos, insinuaciones, ofertas, tiritos encubiertos o explícitos, y compartir alarmas, advertencias de salud, amenazas de catástrofes naturales, indignaciones colectivas, alertas amarillas o naranjas de… lluvia o de… calor, y comentar las mayores mamarrachadas y las más ridículas manifestaciones de odio y/o retraso mental que asaltan en forma de contenido, con las terribles fotos manipuladas de nuestros políticos más odiados como anzuelo para el fatal «clic» a la ruta del odio. Eso importa mucho: el odio, para muchos, es sinónimo de patriotismo.

Este no despreciable número de consumidores se mueve incansablemente en un reducido circuito de cotidiana actividad online, un nicho de prejuicios y tendencias a medida. Ahí es donde mantiene cada prótesis no-teléfono a su esclavo usuario. La prótesis lo analiza mediante un estudio de mercado, un neuroestudio de consumo material, cultural y hasta espiritual; la prótesis despoja al usuario de su identidad (si es que le queda alguna), para aplicarle el estándar de ese nicho concreto de prejuicios y tendencias en el cual ha de moverse, y ahí lo pastorea, junto a millones de clientes que se dejan ver y comparten sus experiencias.

Como es lógico y nada raro, el usuario estándar comparte sin pausa el envío de privacidades, en tiempo real, sobre dónde se encuentra, la descripción de lo que acaba de llevar a cabo (o comprar), lo que ahora hace y aquello que supuestamente desarrollará en las próximas horas o los más cercanos minutos. Dónde, adónde, cómo, cuándo, qué, con quién: pilas, montañas de datos son expuestos al público para que todos los vean (¿…?), alimentando así el cerebro virtual de la prótesis encargada de mantener al usuario consumidor totalmente amarrado, cogido por el ego, el miedo, la inseguridad o el aburrimiento, convencido de que no hay otra.

Hablamos de una prótesis para todo, cuya ausencia resulta inconcebible. Esta es la realidad en la cual viven, creen, con la cual comulgan sin remedio muchos consumidores, que ya no conciben una relación, una conversación entre dos personas sin intermediarios, un paseo solitario sin prótesis no-teléfono como indiscutible medida de precaución y asistencia vital total. Esto ha calado universalmente como un tácito acuerdo universal sobre lo normal: es ya, para muchos, «sentido común».

Cuando la población y las autoridades dan por hecho que una prótesis no-teléfono para todo ha de permanecer veinticuatro horas conectada, y se da la voz de alarma en cuanto esa prótesis no da señal, porque, pongamos por ejemplo imposible, su dueño, legítimamente, ha decidido desaparecer por unas horas; cuando esta posibilidad ya ni se concibe, porque la actitud necesaria (tan siquiera para plantearlo) constituye herejía, sospecha, bien tomando al sujeto por víctima (le ha pasado algo malo), bien por artífice de alguna ilegalidad o crimen o maniobra sucia; cuando esto se da por hecho, que lo normal es permanecer localizado, ubicado, con tu prótesis veinticuatro horas conectada y pegada a ti (escuchándote), entonces, algo tan sano, psiquiátricamente aceptable como es apagar, por unos minutos, la puñetera prótesis no-teléfono esclavizadora, pasa a ser motivo de cuestionamiento en un mundo que no deja resquicio posible para pensar qué se hace y por qué: nada queda ya al servicio de la atrofiada intuición.

Parece, a pesar de todo, que en los últimos tiempos no son ya tantos los humanoides que no asimilan mi carencia de la susodicha prótesis. Ya no me advierten de tooooodo lo que me pierdo al no disponer de WhatsApp: esa herramienta «imprescindible», que no para de suministrar avisos, y cuyo «estado», por norma, debe reflejar la personalidad, el estado anímico (o su fingida postura), la última gloria o miseria de un usuario que, en ocasiones, llega a considerarse el centro del mundo estafa. Los veo, más bien, mirarme con sorpresa y estupefacción casi: «¿Es posible que siga aquí, vivo? ¿Está loco?». Se diría que, al advertir mi total independencia de «la cosa», la tableta, la prótesis, dudan (la neurona es débil, pecadoras), por unos segundos, de esa condición de imprescindible que le asignaron, tan interiorizada. Pero esto dura tan solo un instante, hasta que suena el aviso y reciben otra novedosa, irrenunciable noticia en sus dispositivos: la famosa foto de los macarrones con tomate que la sempiterna cuñada o suegra ya comparte y se dispone a tragar en cuanto finalice sus obligadas gestiones redesocializadoras, o el mensaje de un compañero de excursión turismófila: «estoy a unos siete minutos de ti, voy hacia allá». ¡Bravo, amigo!

Y todos los falsos problemas derivados, las falsas necesidades (necesidad de ser visto, tenido en cuenta), con sus prescindibles agobios y paranoias y sus caras soluciones (actualizaciones, de eso se trata), junto a la ruina, la catástrofe de unos data centers echando humo, más una movida energética sin precedentes, fundamentada en alimentar la dependencia tecnoidiota, todo esto es lo que se contempla desde fuera, para quien se atreva a mirar un rato, con ojo crítico, el «maravilloso mundo de la tecnología», caníbal.

(Imagen: Retrato robot de un consumidor contemporáneo, llevado a su propio extremo).

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