Durante años, los líderes del independentismo catalán han sostenido que su encarcelamiento y exclusión política formaban parte de una estrategia de represión del Estado español. Pero la reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha trazado una línea nítida: no hubo vulneración de derechos fundamentales, ni arbitrariedad judicial, ni persecución política. Por unanimidad, la corte con sede en Estrasburgo ha respaldado las decisiones de la justicia española respecto a Jordi Sànchez, Jordi Turull y Oriol Junqueras durante los meses más convulsos del procés.
Detrás del lenguaje técnico y las 51 páginas del fallo, hay un mensaje político que resuena con fuerza: Europa ha cerrado filas con el Estado español en uno de los episodios más divisivos de su historia democrática reciente.
Derrota jurídica con resonancia política
La decisión del TEDH llega en un momento en que el independentismo catalán intenta redefinir su estrategia tras años de desgaste y divisiones internas. La corte europea no solo ha rechazado los argumentos de los demandantes, sino que ha avalado de forma explícita la proporcionalidad y legalidad de las medidas cautelares impuestas en 2017 y 2018.
Para Estrasburgo, los tres dirigentes estaban siendo procesados por “delitos graves” y no podía “razonablemente esperarse” que participaran en las elecciones sin restricción alguna. En otras palabras, la suspensión de sus derechos políticos no vulneró la esencia democrática del sistema, sino que fue compatible con ella.
El fallo, adoptado por unanimidad de siete magistrados, desactiva uno de los argumentos más persistentes del relato independentista: que la causa judicial fue una forma de represión política.
Proporcionalidad como frontera de la democracia
Más allá del caso español, la sentencia de Estrasburgo plantea un debate más amplio sobre los límites de la acción política en una democracia constitucional. El tribunal subraya que un Estado puede legítimamente impedir “la realización de un proyecto político incompatible con las normas de la Convención antes de que sea puesto en práctica por actos concretos que comprometan la paz civil y el régimen democrático”.
El principio de proporcionalidad, piedra angular del razonamiento jurídico europeo, se convierte aquí en una defensa de la estabilidad institucional frente a proyectos que desafían la legalidad constitucional. No se trata de negar la libertad de expresión o el derecho a la autodeterminación como aspiración política, sino de afirmar que, cuando esa aspiración se traduce en desobediencia institucional, el Estado no solo puede, sino debe actuar.
En este sentido, el TEDH ofrece un respaldo implícito a la tesis que ha guiado a los tribunales españoles desde 2017: que el desafío secesionista catalán no fue un mero conflicto político, sino un intento de ruptura unilateral del orden constitucional.
Narrativa política y judicial
Para los protagonistas del procés, la decisión es un golpe simbólico. Jordi Turull, en su reacción, insistió en que su encarcelamiento “respondió a criterios políticos para descabezar el movimiento independentista”. Pero esa lectura, reiterada desde hace años, ha perdido tracción fuera de Cataluña.
El problema para el independentismo es que sus reivindicaciones (una amnistía total, reconocimiento internacional, e incluso la mediación europea) se debilitan con cada fallo que legitima la actuación del Estado. En el plano internacional, la narrativa del “Estado represor” encuentra cada vez menos eco; en el plano interno, la política catalana sigue atrapada entre la frustración de las promesas incumplidas y el pragmatismo de la negociación con Madrid.
La decisión de Estrasburgo también contrasta con el contexto actual: el gobierno de Pedro Sánchez ha impulsado una amnistía como gesto de reconciliación, incluso a costa de tensar sus alianzas parlamentarias. Pero el fallo europeo refuerza la idea de que las condenas del procés fueron jurídicamente legítimas, no excesos que deban ser borrados por razones políticas.
Equilibrio entre Estado y disidencia
Lo más relevante del dictamen no es tanto lo que absuelve al Estado español, sino lo que reafirma de su arquitectura democrática. Estrasburgo reconoce que la prisión preventiva de Sànchez, Turull y Junqueras fue una medida extrema, pero no arbitraria. Las autoridades españolas, sostiene, ponderaron adecuadamente “los diversos intereses en juego” y no interfirieron con “la libre expresión de la opinión pública”.
En términos europeos, el caso se convierte en un precedente sobre cómo gestionar movimientos políticos que desafían la legalidad constitucional sin caer en la tentación autoritaria. El TEDH parece decir que la democracia no está obligada a ser suicida: puede defenderse, incluso frente a quienes, en nombre de ella, buscan reconfigurar sus fundamentos.
Cerrar el círculo
La sentencia llega casi una década después de los hechos, cuando el procés ya no es una amenaza existencial, sino un residuo político con valor simbólico. Sin embargo, su impacto va más allá del pasado. Refuerza la posición de España en el marco europeo, desactiva una fuente de presión diplomática y redefine la frontera entre la disidencia política y la subversión institucional.
La democracia española, tan criticada en su gestión del conflicto, recibe así una validación que trasciende la coyuntura: la de haber actuado dentro de los márgenes legítimos del Estado de derecho.
En el fondo, el fallo de Estrasburgo marca el cierre jurídico de una década de conflicto. No pone fin al independentismo catalán, pero sí despoja a sus líderes de la coartada moral de la victimización judicial.