España, uno de los países con mayor protección laboral sobre el papel, se ha convertido en el mayor infractor de la Unión Europea en el uso abusivo de la temporalidad en el empleo público. No lo dicen solo los colectivos afectados. Lo sostienen sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), advertencias formales de Bruselas y ahora también las cifras: cerca de 800.000 empleados públicos encadenan contratos temporales más allá del límite legal, un fenómeno que ha derivado en una crisis jurídica, fiscal y social de primer orden.
Los gobiernos del PSOE, del PP y del sanchismo han provocado una fractura estructural entre el derecho europeo y la práctica administrativa española, una brecha que el Gobierno ha intentado cerrar con reformas parciales, pero que sigue abierta.
Cuando estabilizar no es regularizar
El núcleo del conflicto reside en una contradicción que Bruselas lleva años señalando. La normativa comunitaria exige que el abuso de la temporalidad se sancione de forma efectiva y disuasoria. En el sector privado, esto suele traducirse en indemnizaciones o conversión a indefinido. En el sector público español, la respuesta ha sido distinta: se estabilizan las plazas, pero no a las personas que las ocupan.
La Ley 20/2021 del gobierno Sánchez diseñada para, teoría, reducir la temporalidad por debajo del 8%, ha permitido al Ejecutivo mostrar avances en las tablas de Excel y en las diapositivas de Power Point presentadas en Bruselas para ver si cuela. Pero en la Unión no se han dejado engatusar porque han descubierto que las medidas del gobierno Sánchez no es más que ingeniería contable. Al sacar las plazas a concurso oposición ordinario, el Estado desplaza el coste del ajuste sobre trabajadores concretos, muchos de ellos con más de varias décadas de servicio concatenando contratos temporales.
El resultado es un choque frontal con la doctrina del TJUE, que en al menos cuatro sentencias ha dejado claro que no basta con reorganizar las plazas si no se repara el abuso sufrido por el trabajador. De ahí la avalancha de litigios: 65.000 demandas en curso y una amenaza creíble de multas millonarias, sin contar con el embargo de más de 600 millones de euros de fondos de recuperación.
La factura que nadie quiere pagar
Las cifras son políticamente tóxicas. Solo en el primer semestre de 2025, 92.200 interinos fueron cesados por extinción de contrato, sin indemnización. Más del 57% tiene más de 50 años y siete de cada diez son mujeres, lo que convierte el problema en una cuestión de edadismo, brecha de género y exclusión laboral tardía.
Si el Estado optara por despedir masivamente a los empleados en fraude de temporalidad con indemnización, el coste podría rondar el 2,5% del PIB, es decir, más de 30.000 millones de euros. Si no lo hace, el precio llega por otra vía: Bruselas ya retiene 626 millones de euros de los Fondos Next Generation, una señal inequívoca de que la paciencia comunitaria se agota.
El dilema es clásico: pagar ahora o pagar después. Pero en este caso, el “después” incluye sanciones acumulativas que acabarán repercutiendo en todos los ciudadanos, un hecho que refuerza la narrativa de que la inacción política es fiscalmente irresponsable.
Política del bloqueo
El mapa parlamentario revela una alianza incómoda. Junts, ERC, Podemos, Sumar y Coalición Canaria respaldan la petición de los interinos de convertirse en “funcionarios fijos a extinguir”, una figura jurídica que no altera el sistema de oposiciones pero repara el abuso cometido. PP y Vox se mantienen en una abstención estratégica. Pedro Sánchez y su partido han cerrado filas contra esta solución.
Para los afectados, esta negativa no es ideológica, sino estructural. Acusan al gobierno Sánchez de ceder a los intereses de las academias de oposiciones que presionan para que las plazas se convoquen de forma masiva. La acusación es grave: un sistema que convierte la corrección de un fraude en un negocio recurrente, mientras externaliza el daño social.
Capital humano desperdiciado
El coste no es solo jurídico o presupuestario. Es también institucional. En sectores como sanidad y educación, la salida forzosa de personal experimentado implica una pérdida inmediata de calidad del servicio. El ejemplo de la docencia es revelador: más de 13.000 profesores en situación de abuso, con 3.700 ceses recientes, en un sistema que afronta una ola de jubilaciones en los próximos cinco años.
Sustituir experiencia por rotación permanente puede cuadrar balances, pero erosiona la capacidad del Estado. La administración, que debería ser un empleador ejemplar, se comporta como el más precario, minando su legitimidad para regular al sector privado.
Crisis que trasciende a los interinos
La reivindicación de la fijeza como única solución legal admitida por Europa no es solo una demanda laboral. Es una advertencia sobre el modelo de Estado. Un país que normaliza el abuso en su propia administración envía un mensaje claro: las reglas son flexibles cuando conviene al poder.
El conflicto de los interinos no es un problema heredado que pueda seguir posponiéndose. Es una bomba de relojería jurídica y fiscal, con efectos sociales inmediatos y costes diferidos. La pregunta ya no es si habrá que pagar, sino cómo y quién asumirá el precio político de hacerlo.