El 0,7% del IRPF vuelve a blindar a la Iglesia como excepción permanente del sistema tributario

El aumento récord de la asignación coloca de nuevo en primer plano un régimen fiscal singular cuyo examen se aplaza año tras año, pese a un contexto social que reclama neutralidad y control público

10 de Diciembre de 2025
Actualizado a la 13:55h
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El 0,7% del IRPF vuelve a blindar a la Iglesia como excepción permanente del sistema tributario

Los más de 429 millones que la Iglesia católica obtiene en la última campaña del IRPF consolidan una financiación sostenida y creciente. La cifra reactiva un debate que rara vez se encara con voluntad política: la vigencia de un modelo que permanece prácticamente inalterado desde hace décadas y que opera con una supervisión limitada para los estándares que se exigen hoy a cualquier entidad que recibe fondos públicos.

Los resultados de la campaña vuelven a evidenciar que la financiación pública de la Iglesia no es residual ni coyuntural. Se asienta sobre un entramado normativo que permite a una confesión religiosa disponer de recursos tributarios de forma estructural, sin evaluaciones periódicas que midan su adecuación al principio de aconfesionalidad recogido en la Constitución. El aumento del 12% —46,9 millones más— subraya la solidez de un sistema que apenas ha sido objeto de actualización desde los acuerdos firmados en otro contexto político y social.

Las diferencias territoriales no son un simple matiz estadístico. Andalucía o Castilla-La Mancha mantienen porcentajes muy por encima de la media, mientras Galicia y Canarias se sitúan en la franja baja. El mapa evidencia inercias históricas que todavía condicionan la distribución de recursos y que revelan, de forma indirecta, la ausencia de una reflexión estatal sobre la pertinencia de mantener una estructura fiscal que genera desigualdades difíciles de explicar desde parámetros de política pública.

Casi un 40% de los contribuyentes opta por no marcar ninguna casilla. Esa franja creciente sugiere una incomodidad que no siempre se traduce en discursos visibles, pero que señala una percepción extendida: el mecanismo se aleja de la función esencial del impuesto, orientado a sostener servicios comunes y no a reforzar estructuras particulares.

Privilegios consolidados, transparencia insuficiente

La Iglesia celebra el respaldo anual de quienes marcan la X. Es legítimo que lo haga. El problema no reside en la existencia de ese apoyo, sino en la asimetría de obligaciones respecto a cualquier otra organización financiada con fondos públicos. La información disponible se ofrece de forma agregada, sin un nivel de detalle que permita evaluar con precisión el destino del dinero ni los criterios que guían su asignación. En un contexto donde se demanda cada vez más trazabilidad del gasto público, esta opacidad resulta difícil de sostener.

El marco económico pactado entre el Estado y la Santa Sede hace más de cuarenta años permanece en vigor sin una revisión acorde con la transformación social del país. Esa continuidad ha generado un escenario anacrónico: mientras la sociedad avanza hacia modelos más exigentes en materia de fiscalidad y transparencia, la principal beneficiaria del 0,7% mantiene un régimen de singularidad que ningún otro actor podría conservar.

Lo que está en cuestión no es la presencia social de la Iglesia, sino la coherencia institucional entre un Estado que se declara aconfesional y un sistema tributario que sigue articulando una vía de financiación exclusiva para una confesión concreta. Ese contraste se ha normalizado durante décadas, aunque no exista una explicación sólida que lo justifique desde parámetros de igualdad. Ni la evolución demográfica ni la creciente pluralidad ideológica han situado esta cuestión en el centro de la agenda política. La sucesión de gobiernos ha preferido perpetuar la inercia antes que asumir el coste simbólico de revisar un mecanismo cuyo impacto económico es significativo y cuya excepcionalidad resulta evidente.

El resultado es conocido: cada año, una parte relevante del dinero recaudado mediante un impuesto general financia de forma estable a una institución con privilegios fiscales y patrimoniales que no encuentran correspondencia en otros sectores sociales. La discusión necesaria no pasa por confrontaciones doctrinales, sino por determinar si el Estado quiere mantener un modelo que responde a otra etapa o si prefiere adecuarlo a criterios de neutralidad que demanda una sociedad ya muy distinta.

Mientras el debate siga quedando en manos de comunicados anuales y estadísticas de campaña, las cifras continuarán creciendo sin que se aborde la cuestión de fondo: por qué un impuesto destinado a sostener bienes comunes continúa vehiculando centenares de millones hacia una sola institución sin un examen público equivalente al que se exige en cualquier otro ámbito del gasto.

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