Donald Trump ha “dudado” públicamente sobre la posibilidad de una guerra con Venezuela. Lo hizo en una entrevista televisada en medio del despliegue del portaaviones USS Gerald Ford en el Caribe y tras una serie de ataques contra embarcaciones supuestamente vinculadas al narcotráfico que han dejado más de sesenta muertos. La distancia entre su declaración y los hechos militares ejecutados bajo su mandato evidencia un patrón conocido: decir una cosa, sostener otra y mantener abierta la posibilidad de ambas.
La declaración como herramienta y no como posición
Trump no responde a la pregunta de si habrá intervención porque su política exterior se articula en la gestión calculada de la incertidumbre. La ambigüedad no es improvisación, es un mecanismo para situarse en el centro del tablero sin comprometerse con un resultado concreto. La frase “no hablo con periodistas sobre si voy a atacar o no” no es espontánea: indica que la decisión estratégica no se comunica, se insinúa.
Mientras tanto, la administración mantiene operaciones navales en dos frentes —Caribe y Pacífico— con letalidad documentada y escasa transparencia. Organismos de derechos humanos han señalado que en varios de los ataques no existía amenaza inminente. Naciones Unidas ha pedido investigación independiente. La respuesta estadounidense se limita a reiterar el marco del narcotráfico como justificación. La construcción discursiva es sencilla: enemigo externo, amenaza directa, acción excepcional.
El enemigo útil y la narrativa del peligro importado
Cuando Trump afirma que Venezuela “ha traído” delincuentes a Estados Unidos, no describe una realidad migratoria, sino que reactiva un esquema retórico que lleva años utilizando: la criminalización de la movilidad como mecanismo de cohesión política interna. La acusación de que otro país “vacía sus cárceles” en territorio estadounidense carece de datos verificables. Sin embargo, funciona porque asocia migración con amenaza, y amenaza con necesidad de autoridad.
El recurso a cifras sin fuente —“11.888 asesinos”— no importa en términos de veracidad, sino de impacto emocional. Se trata de producir sensación de riesgo inmediato. Lo relevante es el clima social que genera, no la evidencia. Ese discurso se despliega en pleno ciclo electoral, cuando convertir el exterior en foco de inseguridad sirve para desplazar la atención de desigualdades internas, recortes sociales o el deterioro estructural de los servicios públicos.
Intervención, no intervención y el lenguaje de lo posible
Al decir que “lo duda” pero que “no va a decir si atacará o no”, Trump mantiene en suspensión la hipótesis de la intervención. La amenaza existe sin ser nombrada, y esa indefinición funciona como presión diplomática, señal militar y mensaje doméstico.
El envío del portaaviones no es neutro. Las operaciones navales tampoco. La negación de la intención no elimina el hecho material del despliegue. En ese sentido, el conflicto con Venezuela no se decide en la entrevista, sino en el equilibrio entre las expectativas que Trump maneja con sus bases —dureza, control, castigo— y el costo geopolítico de un enfrentamiento abierto en un momento en que Estados Unidos reparte su atención entre varios escenarios internacionales.