Las últimas declaraciones de Donald Trump, prometiendo que Estados Unidos actuará “muy pronto” sobre el terreno en Venezuela contra los cárteles, han trasladado a la región una inquietud que no se veía desde hace años. No es solo la afirmación en sí, sino la forma: una mezcla de improvisación, desdén por la soberanía ajena y una lógica de fuerza que se acerca demasiado a la política exterior más cruda de Washington.
Trump volvió a presentarse como alguien que “sabe dónde viven los malos” y que controlaría cada paso de las redes de narcotráfico. Lo hizo durante una reunión de gabinete que, como tantas otras en su presidencia, derivó en una intervención sin el menor esfuerzo por matizar. De ahí salió la promesa de que las operaciones terrestres empezarán en breve.
Lo significativo es que no centró sus advertencias únicamente en Venezuela. Colombia, que durante décadas ha sido el socio privilegiado de Washington en materia de seguridad, fue incorporada al mismo saco. “Cualquiera que produzca y venda droga a Estados Unidos está sujeto a ataques”, afirmó. Sin distinguir si hay cooperación policial, acuerdos vigentes o responsabilidades compartidas. Una frase que revela la escala del problema: Venezuela es la crisis visible, pero el mensaje va dirigido a toda la región.
La respuesta del presidente Gustavo Petro fue inmediata y medida, pero sin concesiones: si Trump desea combatir laboratorios de cocaína, puede acompañarle en las operaciones que Colombia realiza a diario. Y añadió lo esencial: no tolerará amenazas sobre su soberanía. El “despertará al jaguar” que empleó Petro, lejos de la retórica habitual, brotó de un cansancio evidente por el tono que mantiene la Casa Blanca.
El operativo en Venezuela y la sombra jurídica que lo acompaña
El programa Lanza del Sur ya suma 83 muertos en un periodo muy breve. Ataques a embarcaciones en el Caribe y el Pacífico oriental que se justifican como golpes a redes de narcotráfico. Pero la información publicada por The Washington Post sobre el primer operativo —incluida la posibilidad de que se rematara a supervivientes tras una orden verbal del secretario de Defensa, Pete Hegseth— ha encendido todas las alarmas. El Pentágono lo niega, Trump dice no disponer de detalles, y varios senadores hablan abiertamente de investigar un posible crimen de guerra.
Para Maduro, que se presenta como blanco de una ofensiva destinada a desalojarlo del poder, la operación confirma su tesis: Washington camufla un intento de intervención bajo el pretexto del combate al narcotráfico. Su Gobierno ha alertado a la Corte Penal Internacional, subrayando que la estabilidad regional depende de que Estados Unidos cese una escalada que considera ajena al derecho internacional.
Un ultimátum, un espacio aéreo “cerrado” y un marco sin garantías
Reuters reveló que Trump telefoneó a Maduro para darle una semana —ya expirada— para abandonar el país rumbo al destino que eligiera. El ultimátum, propio de otro tiempo, fue contestado con un silencio espeso desde Caracas, y con palabras de advertencia desde varias cancillerías. Al día siguiente, Trump anunció que el espacio aéreo venezolano debía considerarse “cerrado”, una expresión ambigua que ha generado más confusión que estrategia, pero que complica cualquier intento de reconducir la tensión.
En Europa se observa con preocupación un patrón ya conocido: decisiones presidenciales sin estabilización técnica, declaraciones que sustituyen a la diplomacia y un uso de la fuerza sin una narrativa coherente detrás. No es nuevo, pero sí más evidente en un contexto en el que la región latinoamericana había apostado por reconstruir canales de diálogo.
Los gobiernos progresistas latinoamericanos, aunque distintos entre sí, comparten una lectura común: Washington ha decidido recuperar una lógica de presión militar que creían superada. No se trata solo de Venezuela. La clave es la disposición de Trump a extender su doctrina de ataque preventivo a cualquier país que, según su interpretación, sea parte del problema del narcotráfico. Y ese umbral, hoy, lo fija él. La situación obliga a la región a reaccionar con cautela y firmeza a la vez. Y muestra hasta qué punto la política exterior estadounidense, cuando se somete al impulso personal del presidente, puede alterar el equilibrio frágil de un continente que convive con crisis propias, pero no quiere sumar otra importada.