Dentro del complejo entramado del derecho internacional, las notificaciones rojas de Interpol deberían ser un mecanismo para localizar y detener a quienes han cometido delitos graves y deben responder ante la justicia de su país. Sin embargo, en mayo de 2025, estas alertas fueron convertidas en un arma de represión política por el gobierno de El Salvador, y sus efectos han cruzado el Atlántico hasta España, donde los destinatarios, Ivania Cruz y Rudy Joya, buscan asilo.
Cruz y Joya no son delincuentes comunes, no son narcotraficantes ni miembros de organizaciones criminales transnacionales, son abogados y activistas de derechos humanos. Su trabajo en defensa de la comunidad La Floresta, que desde 2024 afronta desalojos forzosos, ha incomodado al régimen autoritario de Nayib Bukele hasta el punto de que la persecución legal se ha extendido más allá de sus fronteras. La solicitud de notificaciones rojas, formalizada ante Interpol y emitida en julio de 2025, constituye lo que expertos y un Grupo de Trabajo de la ONU han calificado como “represión transnacional”: la criminalización de la labor defensora de derechos humanos, transformada en un intento de acoso internacional.
El procedimiento de Interpol tiene normas claras: no puede ser utilizado con fines políticos. La Constitución de la organización prohíbe expresamente cualquier intervención de carácter político y exige respeto a los derechos humanos. Sin embargo, en este caso, los cargos contra Cruz y Joya carecen de fundamento, según los relatores de la ONU, y derivan directamente de su actividad legítima en favor de comunidades vulnerables bajo el estado de emergencia declarado en El Salvador desde 2022. Es un recordatorio inquietante de que incluso los mecanismos internacionales más respetados no están inmunes al uso indebido por parte de gobiernos dispuestos a manipular la ley para perseguir adversarios o críticos.
En septiembre de 2025, la tensión alcanzó España. Rudy Joya fue citado por la policía española en relación con su solicitud de asilo y detenido, mientras que Ivania Cruz afrontó la misma situación. La Audiencia Nacional española, consciente del contexto, impuso medidas restrictivas moderadas: obligación de firmar periódicamente, entrega de pasaporte y notificación de cambios de domicilio. No obstante, el hecho de que la represión llegara hasta suelo europeo subraya la vulnerabilidad de los defensores de derechos humanos frente a un sistema internacional que, por diseño, debería protegerlos.
España, como país receptor de solicitudes de asilo y garante de derechos fundamentales, se encuentra en una posición crítica: negar la extradición es no solo un acto de protección individual, sino un mensaje sobre la inviolabilidad del trabajo de los defensores de derechos humanos.
Este episodio también alerta sobre la tendencia creciente de gobiernos autoritarios o semi-autoritarios a exportar la persecución política. Lo que antes se limitaba a presiones internas ahora se traslada a tribunales y fronteras lejanas, utilizando instrumentos internacionales con apariencia de legitimidad. Interpol, cuya neutralidad es vital para su credibilidad, se enfrenta a un desafío: garantizar que sus procedimientos no sean secuestrados con fines políticos, lo que en la práctica requiere una supervisión más rigurosa y transparente de las solicitudes de notificaciones rojas.
La historia de Ivania Cruz y Rudy Joya es una advertencia. La defensa de los derechos humanos no puede depender únicamente de la buena voluntad de los Estados. Requiere marcos internacionales robustos, mecanismos de control efectivos y, sobre todo, la conciencia de que la persecución legal transnacional es una amenaza tanto para individuos como para los valores democráticos globales. España, y otros países que reciben defensores perseguidos, deben actuar con firmeza para mantener ese equilibrio: proteger a quienes defienden derechos y, al mismo tiempo, preservar la integridad de las instituciones internacionales.
En un mundo donde las fronteras se vuelven permeables para la represión política, los defensores de derechos humanos se convierten en los primeros guardianes de la justicia global. Y, paradójicamente, sus batallas en tribunales extranjeros nos recuerdan que la defensa de los derechos fundamentales no tiene límites geográficos, y que el silencio ante abusos transnacionales es, en sí mismo, una forma de complicidad.