Nada expone mejor los límites del poder que la incapacidad de Estados Unidos para localizar con precisión aquello que pretende moldear. En el caso de Venezuela, esa ignorancia cartográfica funciona como metáfora del extravío estratégico: la mayor potencia militar del planeta tantea la posibilidad de un conflicto para el cual carece tanto de legitimidad legal como de apoyo social, y que, de estallar, recordaría las aventuras más desacertadas de los últimos 30 años.
Poder sin permiso
Lo obvio conviene repetirlo: Estados Unidos no tiene autoridad legal para atacar a Venezuela, ni para ejecutar operaciones encubiertas destinadas a derrocar a su gobierno. Hacerlo equivaldría a reciclar una versión siglo XXI de la Doctrina Monroe, repudiada en prácticamente todo el hemisferio. Que uno pueda cuestionar la legitimidad del gobierno de Nicolás Maduro es irrelevante para el punto jurídico central: un país de 30 millones de habitantes no es una amenaza militar para Washington, ni un escenario en el que la fuerza estadounidense pueda operar sin costos geopolíticos severos.
Ese marco legal y moral está, además, respaldado por la opinión pública. Según una encuesta de CBS News, el 70% de los estadounidenses se opone a cualquier acción militar contra Venezuela. La sociedad entiende lo que la política exterior a veces olvida: una intervención sería innecesaria, impopular y estratégicamente tóxica.
Escalada que nadie pidió
Aun así, la administración Trump ha cultivado un clima de tensión improbable. El despliegue de buques de guerra en el Caribe no solo es una señal de fuerza desmedida, sino una provocación peligrosa en un teatro donde los incentivos para la escalada son altos y los beneficios estratégicos, escasos. Incluso el propio secretario de Guerra, Pete Hegseth, entiende que una invasión terrestre sería un atolladero comparable a Irak: costosa, interminable, condenada al fracaso.
El cálculo político es tentador: una “tormenta” fabricada distrae de problemas domésticos (los archivos de Epstein, la erosión de la popularidad presidencial, el deterioro económico) y contribuye a reconstruir la narrativa de un presidente asediado por enemigos internos y externos.
La orden de “cerrar el espacio aéreo venezolano” forma parte del mismo repertorio. No tiene legitimidad internacional, pero genera el efecto deseado: sembrar incertidumbre, alterar rutas aéreas, producir la sensación de una amenaza latente.
¿Drogas, petróleo… o geopolítica?
Pocas preguntas exponen mejor la lógica oculta que esta: ¿es realmente una operación antidrogas? Los datos sugieren lo contrario. El fentanilo no entra a Estados Unidos a través de Venezuela, y la supuesta megaestructura de narcotráfico dirigida por Maduro carece de evidencia verificable. Lo que sí tiene Venezuela es algo más concreto: las mayores reservas probadas de petróleo del planeta.
Revivir el fantasma de las guerras por recursos (desde Irak hasta Libia) no resulta exagerado. Y menos cuando en el interior del país ya existe una creciente y violenta competencia por minerales de tierras raras, cada vez más cruciales para la transición energética.
La sombra de un crimen de guerra
El episodio del ataque del 2 de septiembre al presunto “barco narcotraficante” ilustra la deriva institucional. No hay pruebas de que la embarcación fuera lo que se dijo que era. Y aun si lo hubiera sido, no existía autoridad legal para un primer ataque, mucho menos para un segundo. Se trata, técnicamente, de acciones militares no autorizadas por el Congreso, potencialmente violatorias del derecho internacional.
El Congreso, por su parte, ha demostrado su impotencia. Una Resolución de Poderes de Guerra destinada a frenar la escalada fue derrotada por un estrecho margen en el Senado: 51 votos a 49. Los demócratas votaron en bloque a favor de limitar al Ejecutivo; los republicanos, salvo dos excepciones, defendieron la elasticidad presidencial. El llamado “mayor órgano deliberativo del mundo” se mostró, una vez más, paralizado.
Sanciones
En paralelo, las sanciones económicas siguen erosionando la capacidad de supervivencia de la población venezolana. Algunos analistas suelen presentarlas como “alternativa humanitaria” frente a la guerra. Pero la experiencia histórica demuestra que las sanciones amplias son ineficaces para provocar cambios de régimen y, en cambio, profundizan el sufrimiento civil.
Perseguir que los hambrientos derroquen a su gobierno no es diplomacia: es una estrategia inmoral que rara vez consigue el resultado buscado.
La estafa del “America First”
A estas alturas convendría recordar que Trump prometió evitar nuevas guerras y priorizar “Estados Unidos primero”. Sin embargo, hoy se acerca peligrosamente a un escenario donde podría poner en riesgo vidas estadounidenses en un conflicto que nadie votó, nadie pidió y que carece de necesidad estratégica.
Para un presidente que llegó al poder criticando las aventuras militares del establishment, Venezuela podría convertirse en su contradicción más costosa.
La geografía, en efecto, tiene lecciones útiles. Entre ellas, que algunos conflictos (los fabricados, los innecesarios, los impulsados por cálculos electorales) no deberían figurar en ningún mapa. Y que América Latina ya ha pagado demasiado caro por las veces en que Washington confundió sus intereses con los del continente.