Donald Trump regala el liderazgo mundial a China

Las políticas proteccionistas y ultraderechistas del presidente de los Estados Unidos han conseguido que el eje de las potencias se haya inclinado hacia el gigante asiático. Paradójico, la extrema derecha regalándole una victoria a un Partido Comunista

28 de Noviembre de 2025
Guardar
Donald Trump Xi Jinping
Donald Trump y Xi Jinping en una imagen de archivo | Foto: The White House

Los vacíos rara vez duran en geopolítica. Cuando una superpotencia decide mirar hacia adentro, otra suele ocupar el espacio liberado. Estados Unidos está comprobando esta máxima en el ámbito donde se juega buena parte del poder global del siglo XXI: la tecnología verde. Mientras Washington refuerza su identidad de petroestado, aferrándose a políticas proteccionistas y discursos anti ambientales, China está consolidando un liderazgo que no buscó por accidente, sino que heredó de sus rivales por omisión.

A pesar del fracaso de la COP30, la transición energética mundial avanza. La inversión global en renovables duplica ya la destinada a las fósiles, una tendencia que no responde al entusiasmo diplomático sino a la lógica del mercado. Y en ese mercado, China ha tomado la delantera con una velocidad que occidente apenas empieza a asimilar. El país gana hoy más dinero exportando paneles solares, baterías y vehículos eléctricos que lo que Estados Unidos obtiene vendiendo combustibles fósiles. No se trata solo de cifras: es un símbolo de una reorganización industrial sin precedentes.

Estados Unidos aún posee ventajas tecnológicas, financieras y científicas. Pero bajo la administración Trump, esas ventajas se diluyen frente a un proteccionismo que pretende defender empleos del pasado a costa de industrias del futuro. El resultado es una paradoja histórica: el país que lideró la apertura económica global se está autoexcluyendo del sector que definirá la competencia estratégica de las próximas décadas.

El contraste entre las dos superpotencias no podría ser más nítido. Washington, atrapado en un ciclo de políticas energéticas de mediados del siglo XX, se empeña en expandir la extracción de petróleo, desregular protecciones ambientales e incluso abrir áreas prístinas del Ártico a nuevas perforaciones. Es una agenda cuyo atractivo interno está más vinculado al simbolismo político que a la lógica económica.

Pekín, por su parte, opera ya como un electroestado: una economía organizada en torno a cadenas de suministro, manufactura avanzada y exportaciones de tecnologías limpias. China controla desde la refinación de minerales críticos hasta las capacidades productivas de paneles solares y baterías de litio a gran escala. Su influencia es industrial, pero también geopolítica: quien domine las tecnologías limpias dominará la seguridad energética del siglo XXI.

Para Estados Unidos, el desplazamiento no es inevitable. Pero cada año de proteccionismo y repliegue lo hace más difícil de evitar.

Trump ha presentado sus políticas arancelarias y su desconfianza climática como defensa del trabajador estadounidense. Sin embargo, ese proteccionismo, lejos de fortalecer a la industria local, ha frenado su capacidad de integración en las cadenas globales que impulsan la innovación verde. Una economía encerrada en sí misma puede proteger sectores moribundos, pero lo hace sacrificando aquellos donde se juega el liderazgo mundial.

La insistencia en priorizar la producción fósil ha convertido a Estados Unidos en el ancla de un eje de obstrucción formado por petroestados clásicos (Arabia Saudita, Rusia, Emiratos Árabes) que buscan retrasar la transición. Pero la alianza es más ideológica que estratégica: todos ellos poseen economías dependientes de sectores que ya muestran señales de agotamiento estructural.

Los mercados, más que los gobiernos, están dictando la dirección del cambio. La caída de precios de la energía solar, el abaratamiento de las baterías y la electrificación del transporte se han acelerado independientemente del ruido político. La demanda mundial no espera a Washington.

Mientras Estados Unidos renuncia de facto al liderazgo climático y tecnológico global, China avanza con una estrategia que mezcla pragmatismo industrial con ambición geopolítica. No se trata de un proyecto altruista. Pekín entiende que el control de las tecnologías limpias ofrece no solo beneficios económicos, sino una palanca de influencia internacional comparable a la que ofreció el petróleo en el siglo XX.

El vacío estadounidense en Belém fue simbólico, pero revelador. Sin Washington como contrapeso, Europa y América Latina presionaron por una hoja de ruta para eliminar gradualmente los combustibles fósiles, mientras que China, sin disputarlo abiertamente, consolidaba su papel como proveedor indispensable del nuevo ecosistema energético. La superpotencia verde se impuso sin necesidad de imponerse.

La mala apuesta de un siglo nuevo

La estrategia climática de Trump está diseñada para audiencias domésticas, pero tendrá consecuencias profundas en el equilibrio internacional. Al convertir la resistencia climática en un emblema de identidad política, el presidente estadounidense ha empujado a su país hacia una postura incompatible con las tendencias globales. Una economía centrada en combustibles fósiles compite por un mercado en declive; una centrada en tecnologías limpias compite por uno en expansión.

El siglo XX premió a quienes controlaban el petróleo. El XXI premiará a quienes dominen la electrificación, la eficiencia energética y la descarbonización industrial. En ese entorno, estar en el eje de obstrucción no es solo una posición doctrinaria: es una mala apuesta estratégica.

Si Estados Unidos no ajusta el rumbo, podría descubrir demasiado tarde que su rival más poderoso no lo superó en el campo de batalla ni en la diplomacia, sino en la fábrica. China no necesitó desbancar a Washington; bastó con ocupar el espacio que este dejó vacío.

 

Lo + leído