Los asesinos de Uvaldo y Missouri utilizaron munición de una fábrica del Ejército de Estados Unidos

Las balas disparadas en los asesinatos masivos no provenían del mercado negro ni de arsenales clandestinos. Venían de Lake City, una instalación del Ejército estadounidense en las afueras de Kansas City

14 de Noviembre de 2025
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Asesinos Uvaldo munición
Foto: Aleksey Kashmar / Unsplash

Estados Unidos invierte miles de millones de dólares en mantener su maquinaria de guerra siempre lista. Pero en un país donde las líneas entre defensa nacional y libertad individual se confunden con facilidad, esa maquinaria también abastece indirectamente a quienes empuñan armas contra otros estadounidenses.

Las balas disparadas en las masacres de Uvalde, Texas, donde fueron asesinadas 21 personas en un colegio y San Luis, Misuri, no provenían del mercado negro ni de arsenales clandestinos. Venían de Lake City, una instalación del Ejército estadounidense en las afueras de Kansas City. Una planta pública, gestionada por contratistas privados, cuya producción masiva de munición diseñada originalmente para el campo de batalla ha inundado el mercado civil y aparece hoy como un denominador común en miles de crímenes con rifles tipo AR-15.

En un país donde el AR-15 se celebra como “el rifle de América”, la revelación publicada por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ, por sus siglas en inglés) y el New York Times, es tan simbólica como perturbadora: el Gobierno federal está, en efecto, pagando la fabricación de las balas que acaban perforando los cuerpos de sus propios ciudadanos.

La Planta de Municiones del Ejército de Lake City, construida en 1941 para abastecer al ejército durante la Segunda Guerra Mundial, es hoy el mayor fabricante de munición de rifle de Estados Unidos. Desde hace más de una década, opera bajo un modelo híbrido: el Ejército supervisa, pero la empresa privada contratada (actualmente Olin Winchester, tras suceder a Northrop Grumman) gestiona la producción y comercialización.

En teoría, el acuerdo tiene lógica económica. Mantener la capacidad de fabricar 1.600 millones de balas anuales cuesta dinero incluso en tiempos de paz. Permitir que el contratista venda parte de esa producción en el mercado civil reduce los costos militares hasta un 15%, según estimaciones del propio Pentágono.

En la práctica, este modelo ha convertido a Lake City en el mayor proveedor de munición para rifles semiautomáticos del país, responsable de cerca del 30% de los casquillos de calibre 5.56 y .223 recuperados por las autoridades en investigaciones criminales entre 2017 y 2024, según datos de la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF). Ningún otro fabricante se acerca.

El problema no es tanto la legalidad, dado que la venta civil está permitida, como la escala. En la lógica de la guerra, la sobreproducción es una garantía estratégica. En la lógica de un país saturado de armas, es un multiplicador del riesgo interno.

El dilema que afronta el Ejército estadounidense es, en el fondo, un problema clásico de economía industrial. La “capacidad ociosa” es un costo inaceptable para un país que invierte más de 800.000 millones de dólares anuales en defensa. La solución, desde los años 2000, ha sido abrir parcialmente la producción militar al mercado civil: vender el excedente para financiar la preparación permanente.

Pero el resultado es una difusa privatización de la violencia estatal. Lo que nació como un mecanismo de eficiencia logística se ha convertido en un subsidio estructural al mercado de armas civiles, donde las balas de Lake City se venden en paquetes de 20, 100 o incluso 1.000 unidades, disponibles a través de internet o en grandes superficies, con un precio rebajado por la escala militar de su fabricación.

El círculo se completa con un detalle inquietante: el Ejército admite no supervisar el destino de esas balas ni analizar su uso en delitos violentos. En una carta enviada al Congreso en enero de 2025, altos funcionarios reconocieron que “no examinan ni aprueban las ventas comerciales” ni han realizado “ningún análisis” sobre su implicación en crímenes.

En otras palabras: el Estado produce, el contratista vende, el mercado distribuye y nadie asume la responsabilidad moral o institucional cuando esas balas matan a un niño en una escuela primaria.

El AR-15, diseñado en los años 50 como un arma militar, se ha convertido en el símbolo cultural y político de una nación dividida. Su adopción civil masiva (más de 20 millones de unidades en circulación) refleja la fusión entre la mitología de la autosuficiencia y el lobby industrial de las armas.

Pero detrás de cada rifle hay una cadena de suministro global y un actor inesperado: el Gobierno. Los datos de la ATF muestran que las balas fabricadas en Lake City aparecen en el doble de escenas de crimen que las de cualquier otro productor. No porque la planta actúe de forma ilegal, sino porque produce demasiado y demasiado barato.

En un mercado donde la munición es un bien de consumo y anónima, la omnipresencia de un solo proveedor público distorsiona el ecosistema de la violencia. Las armas pueden rastrearse por número de serie; las balas, rara vez. Pero los casquillos de Lake City, marcados con las iniciales “LC”, se han vuelto una constante en los laboratorios forenses del país.

La respuesta política a esta paradoja ha sido predeciblemente binaria. La senadora demócrata Elizabeth Warren calificó los hallazgos como “horribles” y propuso prohibir que las plantas del Departamento de Defensa vendan “armas de asalto y municiones de grado militar a civiles”. El proyecto de ley nunca llegó a votarse.

Poco después, 19 fiscales generales demócratas pidieron a la Casa Blanca que investigara las prácticas de Lake City, argumentando que los contribuyentes “no deberían financiar el crimen y la violencia”.

La réplica no tardó. 27 fiscales generales republicanos enviaron una carta en defensa del modelo, alegando que restringir la producción civil “socavaría la preparación militar” y violaría el derecho constitucional a portar armas. “Los estadounidenses no pueden ejercer este derecho sin acceso a municiones”, escribieron.

La historia de Lake City resume con precisión el dilema de la política industrial estadounidense: cómo sostener una infraestructura de defensa colosal sin admitir que su economía depende de la violencia que dice combatir. El argumento de la eficiencia encubre una externalidad moral: el precio se paga en las calles, en las escuelas, en los funerales.

Para Kimberly Mata-Rubio, cuya hija Lexi fue asesinada en Uvalde, la revelación de que las balas que mataron a su hija salieron de una fábrica estatal es una afrenta. Según declaró a ICIJ y NYT,  “¿Por qué no tenemos los datos completos de producción y ventas ¿Es porque el gobierno sabe que está financiando municiones comerciales vinculadas al derramamiento de sangre en el país?”

En última instancia, Lake City es una metáfora de Estados Unidos: un país que fabrica más de lo que puede controlar, y cuyo afán por mantener la maquinaria en marcha acaba alimentando su propia inestabilidad. La fábrica que mantiene a su ejército preparado para la guerra exterior mantiene, también, el flujo de balas que sostienen la guerra interior.

El resultado no es una conspiración, sino una simbiosis trágica entre industria, ideología y violencia. Y mientras el debate político siga reduciéndose a la dicotomía entre libertad y control, la planta de Lake City seguirá funcionando a plena capacidad, fabricando millones de balas que son, a la vez, instrumento de defensa y semilla de tragedia.

 

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