España lleva años definiendo la economía social como “tercer sector”, pero el término empieza a quedarse pequeño. Lo que se juega en este terreno no es una alternativa decorativa, sino una forma de organización económica capaz de redistribuir ingresos, empleo y poder en un momento en que la desigualdad ya no se corrige con crecimiento. El debate no es si funciona, sino por qué el Estado sigue tratándola como un apéndice y no como un instrumento estructural de cohesión.
El tejido que sostiene lo invisible
La economía social ocupa espacios que el mercado desprecia y la administración no alcanza. Cooperativas de cuidados, comunidades energéticas, sociedades laborales, empresas de inserción o centros especiales de empleo forman una red que mantiene actividad donde la rentabilidad inmediata no llega. No persigue el beneficio máximo, sino la estabilidad y la dignidad del trabajo; no externaliza costes sociales, los asume como parte de su razón de ser.
Sin embargo, la paradoja es evidente: mientras se la invoca en cada discurso sobre sostenibilidad y transición justa, sigue financiándose a golpe de convocatoria, como si la igualdad fuera un proyecto temporal. Las cifras de empleo que genera, su menor rotación, su capacidad de absorber población femenina y joven, o su efecto de arraigo en zonas rurales y barrios en declive, demuestran que no hablamos de asistencialismo, sino de política industrial con rostro humano.
La redistribución aquí no es teórica. Se produce cuando los beneficios no se reparten en dividendos, sino que se reinvierten en salarios, innovación o servicios; cuando la gobernanza da voz a quienes trabajan y no solo a quienes financian; cuando los proyectos se diseñan desde el territorio y no desde un consejo de administración a 400 kilómetros. La economía social redistribuye porque democratiza, y democratiza porque coloca la decisión económica más cerca de quienes la sostienen.
La igualdad se mide en estructuras, no en lemas
El potencial de este modelo se ve con claridad en los cuidados, un sector donde el mercado ha demostrado su incapacidad para garantizar derechos básicos y donde el Estado se ha limitado, con frecuencia, a subcontratar precariedad. Las cooperativas y entidades de iniciativa social que trabajan en atención domiciliaria o en centros residenciales pueden fijar estándares de empleo y calidad, pero sólo si las administraciones pagan precios reales y establecen cláusulas laborales exigentes. De lo contrario, el modelo degenera en una versión amable del mismo problema: sueldos bajos, jornadas fraccionadas y trabajadoras quemadas.
La perspectiva feminista no se declama; se estructura. Supone valorar el trabajo de cuidados, reconocer la corresponsabilidad y diseñar marcos de contratación que no castiguen la conciliación. Cuando la economía social entra en juego con reglas justas, transforma la manera de organizar tiempo y recursos, equilibra la participación y repara desigualdades que ni el mercado ni las políticas pasivas corrigen.
No se trata de idealizarla. También existen entidades que abusan de la etiqueta, fundaciones opacas o cooperativas de escaparate que pagan salarios precarios. Pero ahí el problema no es el modelo, sino la falta de regulación y fiscalización. El Estado tiene herramientas para evitar el social-washing: homologar convenios, exigir paridad y transparencia, vincular financiación pública a resultados sociales verificables. Lo que falta es voluntad para usar esas herramientas de forma sistemática.
Política económica con rostro, no retórica de proximidad
El error más repetido ha sido concebir la economía social como una política de empleo temporal, en lugar de integrarla en la estrategia económica general. La contratación pública con cláusulas sociales, la financiación cooperativa y la compra pública innovadora no son filantropía: son mecanismos de mercado que pueden orientar la producción hacia el interés general. Lo que hoy se presenta como excepción debería ser la regla.
Si una cooperativa energética mantiene en el territorio el valor de la energía que produce; si una empresa de inserción convierte prestaciones en empleo estable; si una red agroalimentaria local suministra comedores públicos con criterios de sostenibilidad y salarios dignos, el efecto redistributivo es tangible. No reparte caridad: reparte poder.
Pero mientras las licitaciones sigan premiando el precio más bajo, la banca pública no diseñe instrumentos financieros adecuados y las estadísticas oficiales no midan el impacto real del sector, seguirá siendo un capítulo menor en los presupuestos. La economía social necesita escala, estabilidad y reconocimiento institucional. No más congresos ni memorias; contratos, datos y reglas.
Lo que queda por asumir
España cuenta con uno de los marcos normativos más avanzados de Europa, pero todavía arrastra una visión subsidiaria del sector. Las comunidades autónomas y los ayuntamientos más activos lo han entendido: reservar contratos, impulsar cooperativas de vivienda o servicios, conectar empleo y territorio. El reto es pasar del proyecto local a la política de Estado, del experimento al sistema.
La economía social no es un refugio moral frente al capitalismo ni un sustituto del Estado del bienestar. Es una infraestructura económica distinta, basada en el reparto equilibrado del valor. Si el Estado la impulsa con la misma intensidad con la que rescata empresas o financia innovación tecnológica, puede convertirse en la columna vertebral de una nueva redistribución. No hace falta inventar un eslogan nuevo. Basta con aplicar la misma lógica de eficiencia a la justicia social que se aplica a los balances fiscales. Porque igualdad y productividad no son términos opuestos cuando el trabajo se organiza con reglas que no expulsan a la mitad de la población.