España vuelve a presumir de cifras históricas en el turismo. Entre enero y septiembre de 2025, el país recibió 76,5 millones de turistas extranjeros —un 3,5 % más que en 2024— y el gasto total superó los 105.000 millones de euros, un 7 % más que el año pasado. Un logro económico que el Gobierno celebra como muestra de “fortaleza del sector” y del “modelo sostenible” hacia el que dice avanzar.
Sin embargo, tras los números se esconde otra realidad: la de ciudades convertidas en parques temáticos, donde la vida cotidiana se diluye entre maletas con ruedas, apartamentos turísticos y hordas de visitantes que buscan el mejor encuadre para su selfie.
El país del turismo infinito
España lleva años batiendo récord tras récord en llegadas internacionales. El Reino Unido sigue siendo el principal país emisor, con 15,3 millones de turistas; le siguen Francia y Alemania, con 10,2 y 9,5 millones, respectivamente. Cataluña encabeza la lista de destinos, con 15,8 millones de visitantes, seguida de Baleares (13,7) y Andalucía (11,5).
Las cifras son, sin duda, impresionantes. Pero ¿a qué precio? En barrios como el Gòtic en Barcelona, el casco antiguo de Sevilla o el centro de Madrid, la población residente ha caído drásticamente. Los alquileres se han disparado y los comercios tradicionales han sido sustituidos por tiendas de souvenirs o locales “instagrameables”.
La llamada “economía del visitante” se ha convertido en una trampa: genera ingresos a corto plazo, pero erosiona el tejido social, precariza el empleo y desfigura la identidad de los barrios.
El turismo que expulsa
El problema no es que lleguen turistas, sino que las ciudades se han rendido por completo a ellos. En Barcelona, más del 40 % de las viviendas del distrito de Ciutat Vella se destinan ya al alquiler vacacional, legal o encubierto. En Málaga, los precios del alquiler han crecido un 22 % en un solo año, y en Valencia o Madrid los vecinos denuncian la conversión de sus calles en “pasillos de tránsito turístico”.
“Nos tratan como figurantes de un decorado”, lamenta Ana, vecina del barrio madrileño de Lavapiés, donde las comunidades de vecinos se vacían a la misma velocidad con la que se abren cafeterías con carteles en inglés. “Ya no vivimos en la ciudad, vivimos para el turismo”.
Mientras tanto, los ayuntamientos intentan contener la hemorragia con medidas insuficientes: límites de licencias, tasas turísticas o promesas de “turismo de calidad” que apenas cambian la lógica del modelo.
Un modelo insostenible
El gasto medio por turista, 1.380 euros, y el gasto diario, 204 euros, podrían parecer buenas noticias, pero esconden una paradoja. La mayor parte de ese dinero no se queda en la economía local. Las grandes cadenas hoteleras, las plataformas de alquiler turístico o los turoperadores internacionales capturan buena parte de los beneficios, mientras los barrios soportan el ruido, la basura y la pérdida de vivienda.
A ello se suma el impacto medioambiental. Las aerolíneas de bajo coste, los cruceros y el turismo exprés multiplican la huella de carbono y presionan ecosistemas frágiles. En Canarias, los propios residentes han salido a la calle bajo el lema “Canarias tiene un límite”, exigiendo una moratoria ante la saturación que amenaza sus recursos.
En ciudades como Granada, las fuentes se secan en verano mientras los hoteles mantienen sus piscinas. En Baleares, los acuíferos están al borde del colapso. Y en Barcelona, el tráfico turístico convierte el centro en una nube de emisiones que contradice cualquier promesa de sostenibilidad.
La ciudad como escenario
El turismo masivo no solo transforma el espacio urbano, sino también la forma en que lo vivimos. Las calles se convierten en escaparates y la autenticidad se convierte en un producto. Los visitantes buscan “la foto perfecta”, mientras los habitantes esquivan trípodes y mochilas para ir al trabajo.
Las plataformas digitales, que prometieron democratizar los viajes, han terminado homogeneizando el mundo. Los mismos cafés de estética vintage, las mismas rutas y los mismos puntos de “imprescindible visita” se repiten de Lisboa a Madrid, de Roma a Berlín. El viajero ya no explora, consume.
El móvil, omnipresente, sustituye la experiencia por su registro. Los monumentos se observan a través de una pantalla. La mirada se posa más en el encuadre que en el lugar. Así, el turismo devora lo que vino a admirar.
Hacia otro modelo posible
El Ministerio de Industria y Turismo insiste en que el objetivo es “priorizar la calidad frente a la cantidad”, pero los hechos muestran lo contrario. Las aerolíneas piden ampliar aeropuertos, las cadenas hoteleras anuncian nuevas aperturas y las ciudades continúan midiendo su éxito por el número de visitantes.
Es urgente un cambio de rumbo. Apostar por un turismo más humano y menos masivo, que respete los límites ecológicos y sociales. Limitar el número de vuelos, regular estrictamente el alojamiento turístico y garantizar que los beneficios repercutan en la comunidad son pasos imprescindibles.
España no puede seguir viviendo del turismo como si fuera un maná infinito. Las ciudades necesitan recuperar su alma, sus calles, su derecho a la tranquilidad. Porque un país que mide su prosperidad solo por cuántos le visitan corre el riesgo de olvidarse de quienes lo habitan.