(Para Antonio, el del estanco de Narváez)
Tiene que estar feliz el padre.
Mucho.
No todos los días se ve algo así.
Dos hijos.
Uno campeón del mundo.
El otro subcampeón.
Y los dos con su apellido en lo más alto. Márquez.
Marc y Álex.
Flipa Felipa.
En cualquier casa sería un milagro.
En la suya, es casi una rutina.
Años de barro, motos pequeñas, viajes en furgoneta, circuitos fríos.
El padre detrás.
Empujando.
A veces hablando.
Otras callando.
Siempre ahí.
Hoy puede mirar a cualquiera a los ojos.
Decir: “mis hijos son el número uno y el dos del mundo”.
Y quedarse tan ancho.
No hace falta más.
Ni discursos ni fotos.
Solo mirar el cielo, o el box vacío después de la carrera.
Y sonreír. Para sí mismo.
Porque en el fondo lo sabe.
Todo empezó con él.
Con su empeño.
Con esa mezcla de fe y locura que hace falta para criar dos campeones.
Uno bastaba.
Pero tuvo dos. Dos.
Y el mundo entero lo ha visto.
Tigre Tigre