El último concierto de Viena, de Martín Llade. Un relato apasionante sobre los oscuros orígenes del concierto de Año Nuevo

09 de Diciembre de 2025
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Martin Llade

El último concierto de Viena, la novela de Martín Llade, que acaba de publicarse en Penguin Random House, trata sobre los oscuros orígenes del concierto de Año Nuevo -quizá la única herencia nazi que podemos considerar positiva- y sobre su creador, el director de orquesta Clemens Krauss. Pero esta obra es mucho más que una novela: es una arquitectura narrativa que se erige entre los pilares del género histórico y el thriller, sin pertenecer del todo a ninguno y bebiendo con libertad de ambos. Su estructura dual —un plano diacrónico que recorre el tiempo y otro sincrónico que lo detiene para explorar sus capas— se entrelaza con maestría, generando una ilusión de linealidad que guía al lector sin que este perciba las costuras del relato.

La narración se sitúa entre 1935 y 1945, con algunos episodios posteriores, abarcando así el ascenso y la caída del III Reich. El protagonismo corresponde al director de orquesta Clemens Krauss y a su compañera, la soprano Viorica Ursuleac. En torno a ellos se entrelaza la historia real de las hermanas inglesas Ida y Louise Cook, quienes realizaron veintinueve operaciones de rescate de judíos alemanes, austriacos y polacos en los años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial. El legado más reconocido de Krauss es el Concierto de Año Nuevo de la Orquesta Filarmónica de Viena. Este célebre concierto, instituido precisamente en aquel periodo de incertidumbre, constituye el eje vertebrador del relato, en torno al cual se articula la colaboración —más difícil de discernir entre lo real y lo ficticio— con las hermanas Cook.

Junto a la trama principal, narrada con precisión, emergen otras historias igualmente verídicas —aunque en ocasiones puedan parecer inventadas— junto a algunas más ficcionadas. Todas ellas conforman un mosaico sociológico que permite comprender la vida bajo el régimen nazi en una época marcada por la convulsión. La ambientación se enriquece con la presencia de figuras históricas hoy convertidas en mitos, pero retratadas en el relato como individuos comunes en su circunstancia: Hitler, Goebbels, Göring o el Carnicero de Praga, entre otros personajes bien conocidos. La novela incorpora además protagonistas secundarios reales, muchos vinculados al universo musical, especialmente los Strauss, y, por supuesto, representantes del nazismo, como los miembros de las SS. A ello se suma la enigmática figura del militar nazi Erich Krenn, coprotagonista junto a Clemens, cuya constante presencia aporta la vertiente más cercana al thriller y deja su impronta en un final abierto que, quizá, nos desasosiegue con la duda.

La peripecia novelesca se adentra en la intrahistoria —ese entramado invisible de gestos, decisiones y silencios que rara vez aparece en los manuales de historia, ni en las novelas históricas de los grandes hechos— para narrar lo ocurrido durante el nazismo, no desde los magnos titulares, sino desde las vidas que transitaron en el epicentro del drama europeo. En este contexto, la música se convierte en hilo conductor, y Clemens Krauss, director enormemente favorecido por el régimen nazi (y posteriormente rehabilitado tras su proceso de desnazificación), emerge como figura central. Su aparente connivencia con el poder encubre una red de acciones discretas que contribuyeron a salvar la vida a numerosas personas judías, perfilándolo como un personaje ambiguo, complejo y en cierto modo con un toque de humanidad no congruente con las acciones más conocidas del nazismo. Con certeza sabemos que sí salvó a los músicos Lothar Wallerstein y Jerzy Maliniak y es posible que tuviera influencia en la liberación de la nuera judía de Strauss. De todo ello y mucho más se da cuenta en la novela.

En torno a Krauss, el director favorito de Hitler, Martín Llade, que además de ser un ameno narrador, es un profuso investigador de la realidad hasta en sus detalles más nimios, hace gravitar músicos, víctimas, cómplices y testigos, y todo tipo de aventuras y vicisitudes. El conjunto resulta construido con una verosimilitud sustentada en hechos contrastados y documentación rigurosa. Por todo ello, esta novela no solo conmueve, sino que interpela, reconstruye y revela. Es un testimonio real y ficcional que aviva la memoria sin renunciar al vértigo literario de la narración de suspense.

El último concierto de Viena se desarrolla con una arquitectura narrativa rica, dinámica y profundamente envolvente con una serie de características que destaco a continuación.

El tiempo histórico se presenta bien documentado, ambientado en un periodo concreto con escrupulosa fidelidad a los hechos, personajes y escenarios reales. Las referencias culturales son verosímiles, y los acontecimientos históricos —incluso los más anecdóticos, como la visita al palacete de caza de Göring (pág. 136 y siguientes)— no funcionan como telón de fondo, sino que se integran en el desarrollo de la trama.

Hay en estas más de quinientas páginas una tensión narrativa constante, sostenida por un ritmo ágil y por una sucesión de giros inesperados, revelaciones y momentos emotivos de alto voltaje. Se emplean con eficacia recursos propios del thriller, como el suspense, la intriga, el peligro latente y la persecución, elementos que mantienen al lector en vilo incluso cuando se abordan hechos ya conocidos.

Los personajes están construidos con una notable complejidad y ambigüedad moral. Resulta llamativo que figuras como Krauss —y otros protagonistas— se muestren con dilemas éticos, secretos y pasados oscuros. No hay personajes planos: incluso los históricos se retratan con matices humanos. En uno de los pasajes, por ejemplo, se insinúa una cierta simpatía de Hitler en la conversación que tiene con Clemens (pág. 274 y siguientes), lo que obliga al lector a enfrentarse a zonas grises de la historia. Esta ambigüedad no solo refuerza la zozobra que envuelve a lo que se cuenta, sino que permite una exploración más profunda de los conflictos éticos y emocionales que atraviesan el relato y que siempre nos hemos planteado al conocer la historia del nazismo.

La intrahistoria, lo social cotidiano, adquiere un protagonismo conceptual como motor narrativo. Se da voz a los gestos corrientes, a las decisiones silenciosas y a las vidas anónimas que no figuran en los grandes relatos oficiales. La historia se cuenta “desde abajo”, desde los márgenes del poder, a pie de calle, aunque los protagonistas pertenezcan a las más altas esferas del III Reich, sin obviar que el nombre de Hitler aparece más de 150 veces en el texto.

Martín Llade ejecuta con maestría la fusión entre hechos reales y ficción en un desarrollo que entrelaza ambos planos sin quebrar la coherencia temporal ni la verosimilitud, y recreando diálogos y escenas, que, ya imaginados, ya reales, se sostienen sobre bases históricas sólidas. La estrategia compositiva no solo da empaque a la narración, sino que la convierte en una experiencia inmersiva. El autor, con una destreza casi alquímica, logra que lo ficticio se confunda con lo real y que lo real parezca inventado. En ese juego de espejos, el lector se ve arrastrado a un universo donde la verdad histórica y la imaginación literaria se funden en una sola voz.

El esqueleto narrativo se despliega en dos planos complementarios, como se dijo al inicio: uno sincrónico, que recoge la inmediatez de los hechos, y otro diacrónico, que los contextualiza en una dimensión histórica más amplia. Esta dualidad no solo enriquece la arquitectura del relato, sino que habilita una lectura más profunda del conflicto humano que lo vertebra, así como los ecos históricos que lo atraviesan. Se rompe con la linealidad clásica y el lector adquiere el protagonismo de armar el rompecabezas a medida que avanza en la lectura. Esta disposición permite captar el entramado de relaciones entre los personajes y sus distintos puntos de vista, así como jugar con la fiabilidad y la sorpresa.

El autor no descuida en ningún momento la interpelación al lector. La novela no se limita a ofrecer entretenimiento: se erige como un dispositivo crítico que cuestiona, desvela y fuerza a la reflexión sobre el pasado y sus reverberaciones en el presente. Confronta al lector con interrogantes de índole ética, política y filosófica, y lo hace sin recurrir al didactismo ni a la moralina, sino apelando a una implicación emocional e intelectual que convierte la experiencia de lectura en un acto de conciencia.

Como recurso extraliterario de notable significación, cada uno de los setenta y cinco capítulos se abre con el título de una composición musical. La escucha de estas piezas convierte la lectura en una experiencia acompañada de una auténtica banda sonora, que intensifica y matiza la percepción de cada episodio. La selección conforma una playlist de gran densidad simbólica: incluye las consabidas obras de Wagner, inseparables del imaginario nazi, junto a partituras de los Strauss, de Tippett y de compositores perseguidos como Hindemith, Zemlinsky, Weill, Wisler, Schreker, Ullman, Schuhoff o Kräsa. A ello se suman, con especial relevancia, grabaciones dirigidas por el propio protagonista de la novela, Clemens Krauss, así como registros con la voz de su compañera Viorica Ursuleac, lo que refuerza la dimensión histórica y emocional del relato.

El último concierto de Viena se configura como una obra de indudable calidad literaria, en la que convergen con rigor los códigos propios del thriller y de la novela histórica. Tal imbricación genérica no solo posibilita la construcción de un entramado narrativo cuya intensidad se mantiene de manera ininterrumpida a lo largo del relato, sino que además dota al texto de una densidad cultural que convive armónicamente con la depurada elegancia estilística.

Nos encontramos una prosa que se caracteriza por una claridad conceptual que rehúye el artificio: el lenguaje, lejos de ser sofisticado en exceso, se muestra preciso, funcional y cargado de sentido, en sintonía con el universo simbólico y cultural de los personajes. Cada palabra está elegida con rigor, como si respondiera a una necesidad interna de la narración más que a un afán decorativo. El fraseo ágil y los diálogos directos, desprovistos de circunloquios, dotan al texto de expresividad sustantiva alejada de ornamentos superfluos. Esta economía verbal potencia el discurso, al situar el foco en la densidad emocional y simbólica de los acontecimientos narrados.

La inclusión de una perspectiva humorística, tan propia del personaje/autor Martín Llade, que irrumpe en momentos de alta carga dramática, constituye un acierto notable. Este contrapunto introduce una dimensión irónica que amplía los registros del texto y revela la pericia del autor en el manejo de los matices.

Estamos, pues, ante una escritura proteica (de Proteo, dios griego capaz de transfigurarse en múltiples formas), que se sofistica de manera constante y rehúye encasillarse en un único estilo o manera; sin embargo, conserva siempre un hilo de Ariadna lo bastante firme y explícito para que el lector no se extravíe en el laberinto. Concibo la idea de proteico como aquello que escapa a la rigidez y abraza la metamorfosis, como expresión de una obra inmersa en el icosaédrico pensamiento contemporáneo.

Este tipo de narrativa tiene la virtud de ilustrar, mientras despierta una amplia gama de emociones, y de convertir la historia en una experiencia sensorial y reflexiva. El último concierto de Viena no se lee, se escucha. Es una partitura escrita con palabras, donde cada capítulo es un movimiento; cada personaje, una nota; y cada silencio, una verdad que espera ser descubierta.

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