Es un privilegio de los genios equivocarse a un nivel que los demás, pobres mortales, ni siquiera podemos alcanzar. Aunque Tin Cup podrá parecer una comedia ligera, expresa a la perfección esta idea del fracaso glorioso. Roy McAvoy, el golfista al que interpreta Kevin Costner, puede ganar el torneo. Pero se empeña en hacer una jugada complicada que no necesita. Pierde así el campeonato, pero, en el último intento, un golpe maravilloso le clasifica para la siguiente edición. Cuando parece arrepentirse de su falta de sentido práctico, René Russo le dice que nadie se acordará pasado un tiempo del ganador. Todos recordarán, en cambio, su forma épica de jugar. Tiene razón, claro.
Simone Weil (1909-1943) también tenía todos los números para ser una triunfadora. Sin embargo, prefirió vivir a su modo y, al final, para ser coherente con sus ideas, se dejó morir de hambre. Unas veces la admiramos sin reserva, otras nos irrita. Nunca nos deja indiferente. Sus escritos respiran la autenticidad de los que buscan la verdad cueste lo que cueste, sin miedo a sufrir por ello consecuencias deplorables. “Amar la verdad significa soportar el vacío”, nos advierte.
Incluso cuando se equivoca, lo hace desde una grandeza que no podemos sino reverenciar. La publicación de una nueva edición, revisada, de una de sus obras fundamentales, La gravedad y la gracia (Trotta, 2025), nos permite, una vez más, adentrarnos en el mundo de una intelectual especialmente lúcida y exigente.
Weil nos propone iniciar una búsqueda espiritual difícil como todo lo que es elevado. La autora, buena conocedora del género humano, sabe perfectamente que acostumbramos a gastar muchas más energías en lo trivial que en lo importante. Lo pudo ver en la Francia de 1940, cuando la misma gente que no supo defender a su país frente a los nazis hacía prodigios para conseguir un huevo. No obstante, también es cierto que propone no juzgar la mezquindad de sus conciudadanos. Para ella solo existe un defecto: “carecer de la facultad de alimentarse de luz”. Toda una declaración de intenciones, sin duda.
Nos encontramos ante una mujer especialmente penetrante a la hora de captar la psicología humana. Por eso hace comentarios que iluminan la realidad política de su tiempo y también del nuestro pese al tiempo transcurrido. Nos dice, por ejemplo, que la gente desea que los otros sufran exactamente sus mismas calamidades. De ahí que los pobres, en general, dirijan su odio contra los de su misma clase, no contra los ricos: “Este es un factor de estabilidad social”. En la actualidad, es exactamente eso lo que comprobamos todos los días con el auge de las fuerzas xenófobas.
Ahora que muchos se preguntan por qué determinados obreros votan a la extrema derecha, en contra de sus intereses objetivos de clase, no estaría de más leer a Weil para entender que no todo se reduce a cuestiones materiales. Para la pensadora francesa, necesitamos recompensas imaginarias. Obtenemos así más fuerza que con premios tangibles. Podríamos añadir que, si hace siglos la sonrisa de Luis XIV constituía el galardón preciado, ahora cumplen esa misma función las teorías de signo identitario. No arreglan tu vida, solo te dan un motivo orgullo.
Aunque era claramente izquierdista, Weil fue siempre una militante incómoda. En un mundo polarizado entre comunismo y fascismo, criticaba a los que rechazaban un totalitarismo mientras disculpaban el de signo contrario. ¿No es justo eso lo que sucede hoy día?
Ahora que rendimos culto al éxito, una pensadora francesa afirma que no hay para nacer una época mejor que la suya, en la que todo se ha perdido. Weil, en efecto, no renuncia a dar la batalla. El suyo es inconformismo a toda prueba. Nosotros, en cambio, nos desanimamos por cualquier cosa. Queremos, como nuestra autora, la perfección, con la sensible diferencia de que no estamos dispuestos a sacrificar nada para conseguirla. En A la espera de Dios (Trotta, 2024), Weil propone, ni más ni menos, una santidad nueva, distinta a todas las del pasado. Esa era su aspiración. En cambio, se sentía estéril. ¿Sufría, tal vez, el síndrome del impostor? ¿Qué diría ante tanto famosillo de los que hoy copan los periódicos sin la menor gracia?