Washington, Caracas y la diplomacia del simulacro

Mientras Maduro denuncia un plan para atacar la Embajada de EE. UU. en Caracas, el Gobierno estadounidense responde recordando que no tiene embajada

08 de Octubre de 2025
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Washington, Caracas y la diplomacia del simulacro
Nicolás Maduro y Donald Trump en imágenes de archivo.

Nicolás Maduro afirma que los responsables de un supuesto atentado frustrado contra la Embajada de Estados Unidos en Caracas están en territorio norteamericano. Washington, con displicencia calculada, replica que no hay embajada alguna desde 2019. Lo que podría parecer una disputa menor entre dos gobiernos atrincherados en su desconfianza mutua funciona, sin embargo, como una radiografía del estado actual de las relaciones hemisféricas: la descomposición de la diplomacia convertida en espectáculo.

El dato material —una legación vacía, una acusación de terrorismo y una respuesta burocrática— condensa la lógica de un tiempo en el que la política internacional se reduce a coreografía, con la Casa Blanca marcando el ritmo y los gobiernos latinoamericanos obligados a bailar en su compás, incluso cuando el compás es un acto de intimidación.

El doble discurso del imperio

No hay que leer las palabras de Maduro literalmente para entender el trasfondo. Lo relevante no es si existía una bomba, sino cómo Estados Unidos ha construido, bajo el trumpismo redivivo, un sistema de hostilidad permanente hacia cualquier régimen que no le sea funcional.
Trump y su círculo han convertido la retórica del enemigo exterior en la pieza central de su política doméstica: Venezuela, Cuba, México o China sirven, alternativamente, como pantallas sobre las que proyectar fuerza cuando la realidad interna se le descompone entre crisis sociales y choques institucionales.

La ironía —de las finas, no de las casuales— es que Washington no necesita embajada para ejercer poder. Su presencia opera por otros canales: sanciones financieras, bloqueo diplomático, desinformación, presión sobre terceros países y apoyo a grupos opositores. La ausencia de bandera no implica ausencia de injerencia.

Lo que Caracas denuncia como conspiración —un supuesto plan terrorista orquestado desde suelo estadounidense— encaja perfectamente en esa dinámica: el uso del caos como herramienta. Trump ha demostrado que el desorden, si se dirige bien, puede ser política de Estado.

La doctrina del ruido

El trumpismo, dentro y fuera de Estados Unidos, ya no gobierna por instituciones sino por impacto. En Chicago, despliega la Guardia Nacional; en Caracas, permite que su sombra diplomática provoque confusión y miedo. En ambos casos el método es el mismo: fabricar una crisis para presentarse como su solución.
La diplomacia, entendida como arte de la mediación, ha sido sustituida por la comunicación agresiva. La declaración de Maduro y la réplica del Departamento de Estado son, en realidad, parte del mismo guion: dos potencias enfrentadas que necesitan al adversario para mantener su relato.

El problema, como siempre, lo paga la ciudadanía. En Venezuela, la militarización del discurso consolida la represión interna; en Estados Unidos, la política exterior se vuelve un instrumento de propaganda electoral. Trump no persigue estabilidad regional, sino espectáculos controlados de tensión, donde cada amenaza refuerza su narrativa de líder fuerte asediado por enemigos invisibles.

Un espejo incómodo

El supuesto atentado a una embajada que no existe es una escena casi perfecta de la política hemisférica actual: un Gobierno que exagera para defenderse y otro que simula distancia para justificar su intervención. La mentira y la omisión se reparten los papeles con una precisión teatral.
En el fondo, ambos discursos —el de Maduro y el de Trump— se necesitan: el primero para sostener un relato de resistencia ante el “imperio”, el segundo para exhibir mano dura frente a los “enemigos del orden”.

Entre tanto, la diplomacia, la que alguna vez pretendió ser un espacio racional, se convierte en ruido. Y en ese ruido prosperan los halcones, los oportunistas y los cruzados de la geopolítica que confunden hegemonía con misión divina.

La ironía última no está en que Washington niegue tener embajada, sino en que ya no necesita ni diplomáticos para ejercer dominio: le basta con el miedo.

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