La pregunta que circula entre muchos analistas y dirigentes políticos invita a reflexionar: ¿y si el ruido constante, la exageración sistemática y la manipulación emocional que la derecha ha convertido en estrategia acabara perdiendo eficacia? El votante, por mucho que algunos pretendan lo contrario, no es un sujeto ingenuo. Y cuando la política abusa del sobresalto, el efecto puede ser el contrario al buscado.
El exceso como método, pero también como límite
La derecha ha optado por una política donde la alarma es permanente y la tensión, obligatoria. Cada semana hay un punto de ruptura, un escándalo definitivo, una amenaza existencial. Pero repetir el mismo recurso de forma incesante tiene consecuencias: los ciudadanos empiezan a diferenciar el ruido de la realidad, y lo que antes movilizaba ahora genera hastío.
El votante reconoce ya la arquitectura del mensaje: el dramatismo improvisado, la épica prefabricada, el recurso constante a la urgencia. Y cuando se descubre la técnica, desaparece el efecto. De fondo asoma una ironía inevitable: quienes denuncian supuestas manipulaciones institucionales recurren cada día a guiones perfectamente diseñados para moldear percepciones.
En un clima donde la emoción se activa en bucle, lo racional queda relegado. Pero ese desplazamiento no es ilimitado. El hartazgo también vota, aunque algunos estrategas se empeñen en ignorarlo.
La ciudadanía como sujeto político, no como público manipulable
Una parte de la derecha parece haber dado por hecho que la ciudadanía vive en una burbuja informativa donde bastan el sobresalto y el lema afilado. Pero los votantes observan, comparan y evalúan incluso en medio del ruido. La política emocional tiene efecto, sí, pero solo cuando responde a un malestar auténtico, no cuando pretende fabricarlo.
La derecha más ruidosa se ha apoyado en la idea de que el enfado puede mantenerse de forma indefinida. No es así. Las emociones intensas son inestables. La indignación no es un estado político sostenible. Y cuando se utiliza como único recurso, termina volviéndose previsible. Aquí conviene subrayarlo con toda claridad: la manipulación funciona hasta que se nota.
Esa es la línea que el votante reconoce con precisión creciente: el momento en que la alarma deja de ser advertencia y pasa a ser estrategia. Y cuando se cruza esa frontera, la credibilidad se erosiona con rapidez. La perspectiva feminista, sin nombrarla, se desliza de manera natural: quienes viven desigualdades materiales, quienes cargan con cuidados o precariedad, no votan a golpe de eslogan. Votan pidiendo protección real, no relatos inflamados que desaparecen al día siguiente.
La ingeniería del agravio de la extrema derecha
La extrema derecha ha sido especialmente eficaz en explotar la emocionalidad con precisión quirúrgica. Trabaja el agravio, el miedo y la identidad como si fueran piezas intercambiables, perfectamente orientadas a nichos concretos. Pero incluso esa ingeniería tiene un límite: cuando la ciudadanía percibe que cada crisis es una escenificación, el dispositivo pierde potencia.
El votante detecta ya el patrón: la amenaza exagerada, la víctima inventada, la épica impostada. Y frente a ello emerge un electorado silencioso que no viraliza vídeos ni ocupa titulares, pero que decide en las urnas con un criterio menos volátil del que algunos imaginan. Ese votante no nació ayer. Ha visto demasiados sobresaltos sin consecuencias y demasiados vaticinios de colapso que nunca llegan. La pregunta, entonces, se vuelve razonable: ¿y si tanta pirotecnia emocional estuviera generando el efecto inverso?. Si el ruido se convierte en paisaje, deja de ser herramienta.