Universidades a la carta: el nuevo decreto que abre la puerta al mercado académico

El Gobierno modifica el Real Decreto de creación de universidades para contentar al Consejo de Estado y a las comunidades autónomas, pero también a los intereses privados

10 de Octubre de 2025
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Universidades a la carta: el nuevo decreto que abre la puerta al mercado académico

El Ejecutivo ha aprobado la reforma del decreto que regula la creación de universidades en España. El Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades, dirigido por Diana Morant, introduce cambios significativos: elimina la exigencia de experiencia universitaria a las entidades promotoras y reduce el peso vinculante de los informes técnicos. El texto mantiene, en teoría, estándares de calidad, pero la dirección política del cambio es inequívoca: facilitar el acceso de nuevos operadores privados al sistema universitario.

El Gobierno justifica la medida en términos de agilidad y adaptación a un contexto internacional competitivo. Sin embargo, los expertos consultados en el propio Consejo de Estado advierten de lo evidente: la desregulación abre grietas en un sistema ya tensionado por la mercantilización del conocimiento. En España, la última universidad pública se creó hace más de un cuarto de siglo; las privadas, casi una treintena en los últimos diez años.

La trampa de la calidad

El decreto se presenta como un refuerzo de la evaluación y la transparencia. Pero su redacción permite una lectura contraria: donde antes había exigencia de solvencia institucional, ahora basta con la promesa de experiencia directiva.
La supresión del requisito de trayectoria universitaria a la entidad promotora es una concesión que favorece la entrada de grupos empresariales sin vínculo previo con la docencia, pero con músculo financiero. Los mismos que, desde hace años, conciben la universidad como un mercado más que como un servicio público.

Las agencias de calidad (ANECA y sus equivalentes autonómicos) seguirán emitiendo informes, aunque la vinculación de estos se ha diluido. La evaluación será “preceptiva”, sí, pero no necesariamente determinante. Y ahí reside el giro: la política se reserva la última palabra sobre lo que debería ser un proceso estrictamente técnico.
El resultado práctico puede ser un sistema dual: universidades públicas sujetas a controles rigurosos y centros privados en expansión, amparados en la flexibilidad normativa y en una retórica de innovación que, demasiadas veces, encubre precariedad académica y ausencia de investigación real.

La universidad como negocio político

En paralelo, el decreto incorpora otros elementos que aparentan rigor —como la obligación de dedicar un 5 % del presupuesto a investigación o disponer de un 50 % de profesorado doctorado—, pero que carecen de mecanismos claros de fiscalización.
La exigencia de 4.500 estudiantes como “masa crítica” puede interpretarse como garantía o como barrera de entrada, según quién la analice: impide proyectos pequeños, pero permite la concentración de universidades privadas con estrategias de franquicia educativa.

La medida más simbólica es, quizá, la que regula las universidades online: su reconocimiento deberá pasar por las Cortes y contar con informe vinculante de la ANECA. Sin embargo, se abren tres excepciones que, en la práctica, permiten esquivar el control parlamentario. Las plataformas digitales universitarias, uno de los sectores con mayor rentabilidad y menor regulación, seguirán creciendo bajo la apariencia de diversidad académica.

El Gobierno defiende el nuevo marco como una “actualización” del sistema. Lo cierto es que lo que se actualiza es la puerta giratoria entre lo público y lo privado. El discurso del conocimiento como bien común se sustituye por el de la competitividad y la marca institucional. La reforma consolida un modelo donde la universidad se mide en balances y no en proyectos de país.

Una política que delega el futuro

El nuevo decreto nace de una negociación larga con el Consejo de Estado, que introdujo dos observaciones esenciales. Morant las asumió con rapidez, consciente de que la estabilidad política depende de mantener contentos a gobiernos autonómicos —algunos de ellos muy interesados en autorizar sus propias universidades privadas—.
Lo que queda en el texto final es una universidad en la que la “autonomía” institucional corre el riesgo de convertirse en aislamiento; en la que el Estado cede capacidad de planificación estratégica a los mercados educativos, y en la que el ideal de calidad se diluye en un léxico tecnocrático que oculta lo esencial: quién enseña, quién paga y quién se beneficia.

España acumula ya 27 universidades privadas y ni una sola pública nueva desde 1998. La tendencia no es casual. El nuevo decreto, bajo el lenguaje de la flexibilidad, normaliza la desigualdad estructural entre conocimiento público y negocio académico.
La universidad, convertida en empresa regulada por decretos a medida, deja de ser espacio de emancipación y pasa a ser una extensión del mercado. Y esa, aunque el texto legal lo disimule, es la verdadera reforma.

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