Tejero, el mudo perfecto

El hombre que encabezó la intentona golpista del 23F se encuentra en estado crítico en una clínica privada de Valencia

25 de Octubre de 2025
Actualizado a las 9:08h
Guardar
Tejero entra en el Parlamento el 23 de febrero de 1981
Tejero entra en el Parlamento el 23 de febrero de 1981

El teniente coronel Tejero, la cabeza visible de la intentona golpista del 23F, se encuentra en estado crítico. Desde 1981, el país ha mirado a este militar ultraderechista con una mezcla de miedo y recelo y una cierta curiosidad, ya que siempre ha planeado sobre su figura la inquietante sospecha de que sabe más de lo que cuenta sobre aquel día de infausto recuerdo, una jornada de vértigo, tricornios y transistores. El silencio personal y existencial de Tejero, durante todos estos años, ha sido el trasunto perfecto de la página en blanco en la que ha quedado reducida la anatomía de ese instante, como dice Javier Cercas, quizá el momento más trascendental, importante y decisivo de la historia contemporánea de España. Y decimos en blanco porque, a día de hoy, ni sabemos lo que pasó realmente, ni sabemos todo lo que ocurrió. Conjeturas, especulaciones y ensayos ficción los ha habido a patadas (se han escrito ríos de tinta); estudios serios, científicos y rigurosos, más bien pocos. Y no porque no se quiera entrar en el tema, sino por falta de datos empíricos. Está todo atado y bien atado, a buen recaudo en los archivos secretos que Pedro Sánchez y el bipartidismo se resisten a sacar a la luz.

¿Qué fue en realidad el 23F? ¿Un golpe fallido, un autogolpe, una pantomima muy bien teatralizada para reforzar una democracia que, en 1981, por culpa de la crisis galopante, el ruido de sables y el terrorismo de ETA, hacía aguas por todas partes y se tambaleaba sin remedio? Tenemos razones para pensar que Antonio Tejero Molina, el guardia del tejerazo, siempre estuvo al tanto de todo lo que se tramó aquel día, aunque ha decidido llevárselo con él al otro mundo. Durante todos estos años, ha recibido ofertas millonarias para airear la verdad en libros y entrevistas y, sin embargo, mutis total. Lo han tentado con jugosos pelotazos televisivos y editoriales, con buenos pellizcos a cambio de contarlo y cantarlo todo, pero ni por esas. Ni siquiera cuando estaba en la cárcel, comiéndose el marrón del jefe Armada y otros que se fueron de rositas, le dio por darle a la mui ni por tirar de la manta. Tampoco le sedujo la invitación para encabezar la lista de un gran partido neofascista, aunque es cierto que al poco del 23F le entró el mono de la política y montó Solidaridad Española, plataforma que tuvo que cerrar por falta de apoyo (no llegó ni a los 30.000 votos en las elecciones).

Nada que haya podido comprometer a los poderes fácticos de este país ha salido de la boca de Tejero. Nada que haya podido poner en peligro el sistema ha partido de él. Ni una sola insinuación, ni una mala filtración, ni una sola pista que nos lleve a conocer, por fin, toda la verdad. Extraño para alguien que un día decidió dinamitar la democracia desde los cimientos mismos de las Cortes. Tejero ha sido el modelo de buen chico de cuartel, el militar obediente y perfecto, ese que da la vida sin rechistar si se lo ordenan. Cuando no se acordaban de él, pasaba desapercibido en su retiro dorado; cuando algún periodista le abordaba para sonsacarle si el rey estaba en el ajo, él soltaba que seguía siendo franquista y con las mismas se volvía otra vez a su pincel y a sus cuadros en su apartamento de Torre del Mar. Alguna carta que otra a un periódico africanista para denunciar a los sediciosos catalanes o para oponerse a la exhumación de la momia del gran dictador y poco más. Nunca un personaje tan importante para la historia de España desempeñó tan eficazmente el papel de gris, de sumiso, de callado cual tumba. Esa lealtad silenciosa fue su último servicio, no a España, sino paradójicamente, a la monarquía que quiso derrocar. Extraño cuando menos.

De Tejero, el disciplinado rebelde, un Franco frustrado, sabemos que un día aciago empuñó una pistola, subió al estrado de la democracia al grito de quieto todo el mundo, se sienten coño, y poco más. Tejero es como uno de aquellos funcionarios/escribas del Antiguo Egipto a los que cortaban la lengua de raíz para que no revelara los secretos mejor guardados de palacio. ¿Quién ha sido el faraón que le ha amputado la sinhueso, metafóricamente hablando, al civilón más levantisco por los siglos de los siglos? ¿Quién ha manejado, desde la sombra y entre bambalinas, al hombre al que enviaron a una misión suicida? ¿Ha sido su mutismo puro altruismo por amor a la patria o el precio a cambio de los servicios prestados? Nunca lo sabremos.

Han pasado más de cuatro décadas y el picoleto más famoso de la historia jamás ha abandonado el papel de mudito, de testigo leal, de discreto fiel que calla y está como ausente, parafraseando a Pablo Neruda. ¿A quién ha beneficiado su sigilo y su silencio? A algunos, a otros, a gente poderosa que anda por ahí, por España y en el extranjero, no digamos nombres que luego se nos querellan (que se lo pregunten si no al bueno de Revilla).

Ahora, cuando el cura le da la extremaunción en una clínica privada y en medio del hermetismo más absoluto (tal como sucedió en las últimas horas agónicas de Franco), Tejero vuelve de nuestro pasado más traumático con sus mismos rumores y ecos de siempre. Vuelve el guerracivilismo contumaz, vuelve el falangismo más violento y atroz, vuelve el ruido de sables. Nos cuentan fuentes bien informadas que la CIA está siguiendo la evolución médica de un militar peligroso al que conoce bien. Hoy no hacen falta golpes de Estado violentos, pistola en mano, para acabar con la democracia; basta con que Trump ponga dólares encima de la mesa para colocar pacíficamente, en el Parlamento, a medio centenar de tejeritos. De la CIA y su relación con el 23F hay uno que sabe más que nadie: Felipe González, antes agente doble de Washington, hoy ideólogo de “extremo centro”, como él mismo se ha definido últimamente. Este sabe mucho sobre el tejerazo, pero también ha enmudecido con la edad y con el pacto de silencio. Anda Isidoro, cuenta, cuenta.

Lo + leído