El rey emérito también olvida sus reuniones con el general Armada en las dos semanas previas al 23F

El general golpista llegó, incluso, a pedir permiso al rey Juan Carlos I para utilizar el contenido de alguna de ellas para su defensa en el juicio del intento de golpe de Estado. Zarzuela se lo negó

10 de Noviembre de 2025
Guardar
Rey Juan Carlos I en una imagen de archivo
Juan Carlos I en una imagen de archivo

Los libros de memorias suelen tener revelaciones de hechos inéditos y, sobre todo, grandes silencios por parte del protagonista. Eso es lo que ha ocurrido con el libro de memorias de Juan Carlos I publicado esta semana, sobre todo en los asuntos más escabrosos de su etapa como Jefe del Estado.

En la narrativa oficial de la Transición española, el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 se erige como el momento fundacional de la democracia. Las imágenes del rey Juan Carlos I, vestido con uniforme militar, dirigiéndose a la nación por televisión para defender la Constitución frente a los golpistas, consolidaron su figura como garante de la nueva monarquía parlamentaria.

Sin embargo, cuatro décadas después, la transparencia en torno a aquellos hechos sigue siendo escasa. Los documentos clave permanecen clasificados, las lagunas históricas persisten, y los silencios del Estado alimentan una incómoda sospecha sobre si la Casa Real fue un actor pasivo o un protagonista parcial en el drama del 23F?

El asunto ha vuelto a adquirir relevancia en un contexto de desafección institucional y tras la publicación de las memorias de Juan Carlos I.

Sin embargo, distintos analistas e historiadores apuntan a un número inquietante de encuentros entre el monarca y uno de los principales implicados en la asonada, el general Alfonso Armada. Entre diciembre de 1980 y febrero de 1981, ambos habrían mantenido once reuniones, seis de ellas en las dos semanas previas al intento de golpe. La más enigmática, el 13 de febrero, permanece bajo el máximo nivel de secreto.

Armada llegó a solicitar permiso para utilizar el contenido de esa reunión como parte de su defensa judicial. El rey se lo negó. Armada fue condenado a treinta años de prisión, pero jamás reveló lo discutido aquel día. El silencio, impuesto o consentido, ha pesado desde entonces sobre la interpretación histórica del 23F.

Según distintos analistas, en aquella cita no se habló de meros informes militares ni de análisis coyunturales, sino de la llamada “Solución Armada”: una operación de ingeniería política destinada a recomponer el gobierno mediante un gabinete de concentración nacional encabezado por el propio general. La iniciativa habría pretendido evitar un golpe militar “duro” mediante una “salida palaciega” que salvase a la Corona y estabilizase un sistema en crisis tras la dimisión de Adolfo Suárez.

En esta lectura, el 23F no fue un golpe monolítico, sino una colisión entre dos golpes: el de los nostálgicos del franquismo y el de los sectores institucionales que buscaban una reconfiguración controlada del poder. El rey, en esa dinámica, habría presuntamente jugado un papel más complejo que el de mero árbitro constitucional.

Monarquía en construcción

A inicios de los años ochenta, la joven democracia española atravesaba una etapa de inestabilidad estructural. El terrorismo de ETA golpeaba con fuerza, el Ejército mantenía una influencia política residual y la economía sufría los efectos de la crisis del petróleo que el régimen no afrontó como el resto de países occidentales. La dimisión de Suárez, percibido como el arquitecto del consenso, dejó un vacío de poder y un creciente malestar en los cuarteles.

Juan Carlos I, que debía legitimar su reinado en la era posfranquista, se movía en un equilibrio delicado. Su poder dependía de mantener la confianza del estamento militar, sin el cual la monarquía carecía de sustento real, y al mismo tiempo de consolidar su imagen como garante de la democracia ante los partidos civiles y la comunidad internacional. En ese tablero, figuras como Armada (exsecretario del rey y oficial de reputación intachable entre los uniformados) aparecían como mediadores naturales.

El plan de Armada, según diversas reconstrucciones, buscaba presentar al monarca como el garante último del orden ante el caos político. En su versión más benigna, se trataba de una operación para evitar un golpe franquista similar a la Operación Galaxia mediante una “recomposición institucional” que habría incluido a socialistas y centristas en un gobierno de salvación nacional. En su versión más crítica, fue una maniobra palaciega que se les escapó de las manos a sus impulsores.

Opacidad como política de Estado

Desde la perspectiva de la gobernabilidad, el silencio que siguió al 23F tuvo una función política clara: preservar la estabilidad. La narrativa del rey salvador sirvió para cerrar filas en torno a la nueva monarquía y para dotar al sistema de una figura simbólica capaz de aglutinar consenso en una sociedad fracturada. En términos de legitimidad, fue un éxito. Pero en términos de transparencia democrática, sentó un precedente de opacidad que se mantiene hasta hoy por la cobardía del PSOE y del Partido Popular.

Los documentos de inteligencia sobre el golpe continúan clasificados bajo la ley de secretos oficiales de 1968, una norma heredada del franquismo que el Estado español no ha reformado sustancialmente. Esta resistencia a desclasificar evidencia un temor persistente: que la apertura de los archivos altere el relato fundacional de la democracia y, con él, la legitimidad de la Corona.

La gestión del pasado, en este caso, se convierte en una forma de gestión del presente. Mantener el misterio es también mantener el orden simbólico que sustenta la monarquía parlamentaria.

Entre el mito y la historia

El 23F se ha convertido, en términos políticos, en un mito de origen. Como todo mito, simplifica una realidad más compleja para ofrecer un relato funcional. Sin embargo, la distancia histórica permite ahora una lectura más fría: el golpe fue, sobre todo, una expresión del choque entre dos Españas que aún no habían resuelto su conflicto estructural.

El hecho de que la figura del rey emergiera reforzada no necesariamente implica que su papel fuera lineal. Más bien revela su habilidad —o su fortuna— para capitalizar una crisis que pudo arrastrarlo. El resultado político fue inequívoco: la consolidación de la monarquía constitucional. Pero el coste fue una verdad parcial, cuidadosamente editada.

El paralelismo con otras monarquías europeas resulta ilustrativo. En el Reino Unido, la apertura de los archivos sobre la Segunda Guerra Mundial y la descolonización permitió reinterpretar críticamente la historia sin desmantelar la institución. En España, la ausencia de una política activa de memoria ha producido el efecto contrario: una monarquía anclada en los silencios de su pasado.

El legado y la erosión

En el siglo XXI, el relato del 23F ya no cumple la misma función legitimadora. Las nuevas generaciones, distantes del trauma de la Transición, cuestionan el pacto de silencio que protegió a las élites de entonces. Las revelaciones sobre las cuentas opacas del emérito en Suiza, su implicación en la mediación con regímenes autoritarios o los escándalos financieros han erosionado la narrativa de ejemplaridad que sustentó su figura.

La figura del rey que “salvó la democracia” se ha visto desplazada por la del monarca que encarnó una transición incompleta, sostenida en la impunidad y el secretismo. La desconfianza institucional, medida en encuestas y manifestaciones, no es sólo una crisis de imagen, sino una crisis de legitimidad histórica.

Lo + leído