En España, como en muchas democracias, los escándalos rara vez mueren en el archivo de un expediente administrativo. Tienden a transformarse en un debate mayor sobre la relación entre poder y confianza pública. El caso del rescate de 475 millones de euros a Air Europa en 2020 es un ejemplo ilustrativo. El asunto ya no gira únicamente en torno a la legalidad de la operación, sino a una cuestión más incómoda: hasta qué punto el presidente Pedro Sánchez debió inhibirse cuando su esposa, Begoña Gómez, mantenía vínculos con una entidad patrocinada por la matriz de la aerolínea rescatada.
La Oficina de Conflicto de Intereses ha cerrado el caso dos veces. El Tribunal Superior de Justicia de Madrid le obligó a reabrirlo, pero el resultado fue el mismo: archivo. En lo jurídico, nada parece sostener una acusación firme. En lo político, sin embargo, el episodio sigue vivo. El Partido Popular lo presenta como una prueba de la erosión ética del Gobierno; Sánchez insiste en la inexistencia de ilegalidad. Ambos tienen algo de razón, aunque lo sustancial se pierde en la refriega: la diferencia entre lo que la ley permite y lo que la ética aconseja.
Vínculo acreditado
La segunda resolución de la Oficina de Conflicto de Intereses añadió un detalle significativo, tal y como muestran los documentos publicados por El Confidencial: por primera vez reconoció de manera explícita que Begoña Gómez trabajó formalmente en la Fundación Instituto de Empresa, en calidad de directora del IE Africa Center, desde 2018 hasta 2022. En enero de 2020, esa institución firmó un acuerdo de patrocinio con Wakalua, filial de Globalia, matriz de Air Europa.
La documentación aportada a la Oficina, procedente de la Tesorería General de la Seguridad Social, de Globalia y de la propia Presidencia del Gobierno, confirmó que Gómez estaba dada de alta como trabajadora y que el patrocinio incluía, entre otras partidas, 40.000 euros anuales en vuelos y servicios relacionados. En términos estrictamente legales, esa relación laboral no convierte al rescate de Air Europa en un acto ilícito. Pero desde el prisma ético, plantea el hecho de que Sánchez Sánchez abstenerse de intervenir en la decisión de salvar con dinero público a una compañía que, de forma indirecta, financiaba la actividad profesional de su esposa.
El Gobierno responde que no había incompatibilidad legal. El PP insiste en que la mera existencia de esa conexión acredita el conflicto de intereses. Ambos se enzarzan en una batalla de argumentos técnicos. Pero para la opinión pública, lo que queda es la percepción de que las fronteras entre lo privado y lo público se desdibujaron en el momento más crítico de la pandemia, cuando se repartían fondos extraordinarios para evitar el colapso económico.
Más allá de los tribunales
El conflicto de intereses es, ante todo, un problema de confianza. Que la esposa del presidente mantuviese acuerdos de patrocinio con una filial de Globalia mientras el Ejecutivo rescataba a la aerolínea difícilmente podía pasar inadvertido. Incluso si la ley no obliga al jefe del Gobierno a abstenerse, la política sí exige una ejemplaridad más estricta. En países con estándares más elevados, la mera sospecha habría bastado para una renuncia o, al menos, para una inhibición preventiva.
En los países nórdicos, ministros han dimitido por aceptar viajes privados o por no declarar vínculos indirectos en contratos públicos. En Bruselas, la Comisión Europea ha sufrido crisis de confianza por aparentes conflictos que jamás se tradujeron en delitos. La lógica es simple: la integridad de las instituciones no se mide sólo por lo que resiste en los tribunales, sino por la disposición de sus líderes a evitar cualquier sombra de duda.
El mínimo común denominador
España, en cambio, sigue atrapada en una cultura política que confunde responsabilidad con condena. Si no hay delito, no hay problema. Esta interpretación estrictamente legalista puede servir a corto plazo para blindar a un Gobierno, pero a largo plazo erosiona el capital más difícil de recuperar: la confianza de los ciudadanos. La oposición explota esta grieta con discursos de corrupción; el Ejecutivo responde con informes y archivos. Mientras tanto, la discusión esencial, la ética en el poder, queda relegada a un segundo plano.
Una oportunidad perdida
El rescate de Air Europa difícilmente pasará a la historia como un caso de corrupción flagrante. Pero sí quedará como un ejemplo de cómo la política española gestiona los conflictos de interés: minimizando su importancia, resistiendo mientras no haya sentencia y dejando que la batalla se libre en los tribunales en lugar de en el terreno de la responsabilidad política. Sánchez pudo haber elevado el estándar al abstenerse en aquella votación de noviembre de 2020. No lo hizo.
En democracias consolidadas, la grandeza política se mide no por la capacidad de resistir acusaciones, sino por la voluntad de apartarse a tiempo para preservar la credibilidad de las instituciones. España aún no ha hecho suyo ese principio. Mientras tanto, el debate sobre la ética seguirá persiguiendo a sus líderes, recordando que el poder se sostiene tanto en la ley como en la confianza, y que la segunda es siempre más frágil que la primera.