La política está en pleno retroceso lingüístico

El lenguaje bronco se instala en el centro del debate público mientras las fuerzas más extremas convierten la descalificación personal en su principal herramienta de desgaste democrático

05 de Diciembre de 2025
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La política está en pleno retroceso lingüístico. Engolliparse

La política española atraviesa un momento en el que las palabras pesan menos que el tono, y el tono se ha ido deslizando hacia la ofensa sistemática. El insulto ha dejado de ser un exceso para convertirse en método. Y cuando el método es la agresión verbal, la deliberación democrática empieza a parecer un decorado.

La degradación del lenguaje político no ha llegado de golpe, pero basta repasar la hemeroteca de los últimos dos años para comprobar la velocidad del descenso. Lo que antes era un exabrupto aislado, condenado incluso por quienes lo pronunciaban, hoy se exhibe con orgullo en las tribunas, en mítines y, sobre todo, en las redes sociales de líderes que compiten por ver quién logra el corte de vídeo más inflamable. “Gentuza”, “mafia”, “traidor”, “enemigo interno”… son expresiones que se escuchan con una naturalidad que habría resultado impensable no hace tanto en boca de responsables públicos.

El fenómeno no es exclusivamente español, pero aquí adquiere un matiz propio: se combina la crispación parlamentaria con un ecosistema digital en el que ciertos dirigentes han descubierto que el insulto no les cuesta votos, sino que les da visibilidad. Las sesiones de control se han convertido en un guion casi previsible: bloques de acusaciones gruesas, alusiones personales, y apenas unos minutos dedicados a discutir datos, normas o políticas concretas. El vocabulario se estrecha a golpe de adjetivo y la política queda reducida a una secuencia de frases cortas destinadas a convertirse en meme.

Cuando la discrepancia se convierte en sospecha

El deterioro del lenguaje no es solo una cuestión de formas. Tiene consecuencias de fondo. Cuando, un día sí y otro también, se insinúa que el adversario está “vendiendo el país”, que actúa “contra España” o que forma parte de una “trama corrupta” sin que medie prueba judicial ni contraste mínimo, lo que se erosiona no es únicamente el prestigio del Gobierno de turno, sino la confianza básica en que el sistema funciona con reglas comunes. La oposición deja de ser interlocutora para pasar a ser sospechosa. Y si el otro no es un adversario legítimo, sino un enemigo al que hay que “echar”, la palabra deja de servir para negociar y solo vale como arma.

En ese terreno se mueven con comodidad las formaciones de extrema derecha, pero no solo ellas. Las expresiones de desprecio ocupan titulares mucho más rápido que cualquier explicación sobre presupuestos, reforma fiscal o dependencia. Algunos líderes han asumido esa lógica y la explotan: saben que una descalificación altisonante tendrá más recorrido que un párrafo técnico sobre indicadores sociales. La política convertida en un concurso de volumen: gana quien grita más, no quien explica mejor.

Mientras tanto, el lenguaje parlamentario se contamina. La apelación a “golpistas”, “filoterroristas” o “vende patrias” ha ido anclando la idea de que determinadas fuerzas no son una opción legítima, sino una amenaza. Es un recurso que se repite con tanta frecuencia que pierde incluso su sentido original: si todo es un golpe, nada lo es. Si todos son corruptos, el término deja de servir para señalar conductas concretas y se convierte en ruido de fondo. El resultado es una inflación de palabras gruesas que desvaloriza cualquier crítica seria.

Este clima ha ido acompañado de otra deriva: la personalización extrema. Se habla menos de leyes concretas y más de nombres propios. Se discuten menos las normas y más las biografías. El debate público gira alrededor de la vida privada, de las parejas, de los hermanos, de los WhatsApp filtrados, como si todo eso fuera la prueba definitiva de una supuesta “podredumbre” generalizada. El mensaje que acaba calando es sencillo y devastador: nadie es fiable, nadie merece respeto.

En paralelo, se ha normalizado una retórica que juega con la deshumanización. Cuando se habla de migrantes como “avalanchas” o “invasiones”, cuando se atribuye a grupos enteros una condición de amenaza permanente, se utiliza un lenguaje que prepara el terreno para políticas más duras sin apenas debate público. Lo mismo sucede cuando se caricaturiza el feminismo como “ideología totalitaria” o se describe a las organizaciones sociales como “chiringuitos” de forma indiscriminada. El objetivo no es matizar, sino desacreditar de raíz cualquier interlocutor incómodo.

Este deterioro del lenguaje viene acompañado de una creciente desconfianza hacia las instituciones. Encuestas repetidas señalan una percepción de “polarización extrema” y una sensación de que el país está dividido en bloques irreconciliables. Esa percepción no surge de la nada: se alimenta cada vez que una tribuna se utiliza para acusar al otro de romper España, destruir la democracia o “vivir de la mentira”, sin asumir que, al día siguiente, habrá que volver a sentarse en la misma mesa para negociar presupuestos, leyes orgánicas o nombramientos institucionales.

El problema no se resuelve con un llamamiento genérico a las “buenas formas”, porque el lenguaje bronco no es un accidente, sino parte de una estrategia política. Hay actores que han descubierto que cuanto peor suena el debate, mejor les va electoralmente. Una sociedad cansada, convencida de que la política es solo un intercambio de insultos, es una sociedad más vulnerable al mensaje del “que se vayan todos” y más permeable a soluciones simplistas.

En ese contexto, el periodismo y los propios parlamentos han empezado a reaccionar. Códigos de conducta para frenar el acoso en las sedes legislativas, llamamientos desde asociaciones de periodistas contra los señalamientos y campañas de verificación frente a los bulos más groseros son intentos de poner límites a una espiral que amenaza con llevarse por delante algo más que la cortesía. No se trata de proteger la sensibilidad de nadie, sino de recordar que, sin un mínimo de precisión y respeto en las palabras, es difícil que la política siga siendo el espacio donde se resuelven los conflictos sin recurrir a otras vías.

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