La política española lleva tiempo atrapada en un bucle de acusaciones personales, insinuaciones morales y crisis fabricadas. No es un subproducto inevitable de la polarización ni una deriva espontánea del debate público. Es una estrategia consciente, sostenida en el tiempo, que sustituye la confrontación de proyectos por el desgaste permanente del adversario. Y en ese terreno, la derecha se mueve con comodidad.
Durante décadas, el escándalo fue una anomalía que interrumpía la normalidad institucional. Hoy se ha convertido en marco de funcionamiento. Cada semana necesita su caso, cada sesión parlamentaria su sospecha, cada titular su imputación implícita, aunque no exista denuncia formal ni hechos contrastados. La lógica no es probar, sino instalar duda. No es ganar un debate, sino erosionar la legitimidad del que gobierna.
La derecha ha interiorizado que, cuando no controla el poder ejecutivo, puede condicionar la agenda desde otro lugar: el de la hiperpolitización del descrédito. El adversario no se equivoca, delinque; no toma decisiones discutibles, conspira; no gobierna, oculta. La frontera entre responsabilidad política y culpa penal se diluye de forma deliberada.
De la crítica al señalamiento
La crítica política exige argumentos, datos, alternativas. El señalamiento moral exige solo repetición. Basta con insinuar, dejar caer, preguntar en voz alta lo que no se puede afirmar. La derecha ha perfeccionado ese registro: acusaciones sin verbo, preguntas sin respuesta, relatos sin prueba.
El efecto acumulativo es corrosivo. No solo para el Gobierno de turno, sino para el propio sistema democrático. Cuando todo es escándalo, nada lo es. Y cuando todo es sospecha, la rendición de cuentas se vacía de sentido porque deja de distinguir entre hechos verificables y ruido interesado.
Gobernar en “modo crisis”
La consecuencia más visible es que se gobierna bajo presión constante, en un estado de excepción comunicativo. Cada iniciativa queda subordinada a la necesidad de apagar el incendio del día. No importa si se trata de una reforma estructural, una negociación internacional o una política pública de largo recorrido: todo se evalúa en función de su vulnerabilidad al ataque inmediato.
Ese “modo crisis” no es accidental. Es inducido. Y tiene una ventaja para quien lo provoca: desplaza el foco del contenido al clima, del qué al cómo, del resultado a la sospecha. La derecha, incapaz de articular una alternativa sólida en muchos ámbitos, opta por bloquear el tiempo político del adversario.
La desafección como daño colateral… o no
El discurso dominante asume que la desafección ciudadana es un efecto indeseado de esta dinámica. Pero cabe preguntarse si no es, en realidad, un resultado funcional. Cuanto más se degrada el debate, más se debilitan las instituciones representativas y más terreno gana el cinismo antipolítico que ciertas derechas saben explotar después. La equiparación constante —todos son iguales, todos mienten, todos roban— no surge de la nada. Se construye. Y se construye, sobre todo, desde quienes convierten la excepción en norma y el escándalo en método de oposición.
Algunos sostienen que este es el nuevo equilibrio del sistema: una política más áspera, más emocional, más personal. Pero aceptar esa tesis supone renunciar a la exigencia democrática básica de que el conflicto político se resuelva con argumentos, no con campañas de demolición.
No estamos ante un cambio neutral de estilo, sino ante una degradación funcional del debate público, impulsada de forma especialmente intensa desde la derecha cuando no gobierna. Una estrategia que no busca convencer, sino cansar; no disputar ideas, sino erosionar confianza.
El problema no es solo quién gana o pierde con esta dinámica. El problema es qué queda en pie cuando la política se reduce a ruido constante y el escándalo deja de ser una alarma para convertirse en paisaje.