En los últimos meses, una transformación sutil pero decisiva ha ido asumiendo el centro del debate público: el orden, la vigilancia y la sanción han desplazado la demanda de derechos. Se ha normalizado que el ciudadano esté bajo sospecha permanente, que el migrante sea vigilado como amenaza y que la disidencia se trate como riesgo.
Vigilancia como nueva norma
La frontera no es solo una línea geográfica, es ahora un espacio saturado de drones, sistemas térmicos, cámaras inteligentes y reconocimiento automático de perfiles. En las fronteras españolas, ya se han desplegado tecnologías avanzadas para detectar embarcaciones “sospechosas” y monitorear movimientos en zonas marítimas —instrumentos que se anuncian como medidas de control migratorio pero que, en la práctica, operan como un mecanismo de precriminalización preventiva.
Ese entorno tecnológico acaba filtrando hacia el interior: la lógica del “perfil sospechoso” se traslada al acceso a recursos públicos, al control policial cotidiano, a la exigencia de documentación permanente —una vigilancia constante del cuerpo social que antes sólo era visible en regímenes autoritarios. Cuando cada rostro puede ser rastreado, el ejercicio de derechos pierde terreno ante el mecanismo de control.
El discurso securitario despliega su hegemonía
La misa del discurso político ya no se celebra en torno a derechos, sino a “amenazas”. Migración ilegal, terrorismo, delincuencia organizada: se han vuelto materias insoslayables del debate público, casi inevitablemente conectadas con el miedo. Las derechas y sectores conservadores han ganado terreno al instalar la narrativa de que la cohesión social está en riesgo, y la única alternativa es reforzar el control.
Lo notable es que ese esquema no se limita a discursos extremos. Gobiernos moderados también adoptan medidas de vigilancia, persiguen “fracturas del orden” o definen problemas sociales en clave securitaria. De repente, la política social, el acceso al asilo, la protección de minorías quedan subordinadas a la lógica de “seguridad primero”. Cualquier asunto que no se pueda resolver con control se considera ingenuidad.
El castigo como política preventiva
El castigo no espera al delito: anticipa la sospecha. Esa premisa guía muchas de las recientes reformas. Se endurecen las penas por migración irregular, se criminalizan vías alternativas de entrada, se restringe el acceso al apoyo social basándose en requisitos cada vez más punitivos. El migrante es tratado como sujeto culpable hasta que demuestre lo contrario, inverso al principio básico del derecho.
En el entorno digital, esa lógica se replica con vigilancia de contenidos, leyes que obligan a escanear mensajes privados, control de redes. La sospecha generalizada contra quienes cuestionan al poder se convierte en justificación para intervenir sus comunicaciones. Y así, la frontera entre lo policial y lo político se difumina sin resistencia normativa.
Cómo recuperar el eje del derecho
Reconquistar la palabra “derecho” implica más que retórica. Hay que:
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Exigir que cualquier medida de control tenga límites claros: usos, plazos, supervisión judicial independiente.
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Reforzar mecanismos de transparencia y rendición de cuentas para tecnologías aplicadas al control social.
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Priorizar políticas públicas de protección, no de disuasión: educación, salud, acceso, dignidad.
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Fortalecer la cultura del control democrático: que las comunidades, las víctimas, las organizaciones participen en los diseños que les afectan.
Porque sin ese contrapeso activo, el control desplaza al derecho sin que parezca drama. La diferencia entre una democracia y un Estado vigilante no está solo en las leyes, sino en quién decide aplicar qué tecnología, contra quién, con qué límites.