La normalización de la distancia, la indiferencia se convierte en política

En el discurso de la derecha, la necesidad se convierte en sospecha y la protección social en carga, generando una cultura política donde el sufrimiento ajeno no interpela

01 de Noviembre de 2025
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La normalización de la distancia, la indiferencia se convierte en política

En los últimos años, la derecha ha consolidado un relato que convierte la vulnerabilidad en un problema individual y la ayuda pública en privilegio injustificado. No es solo una orientación ideológica, sino una transformación silenciosa en la forma de interpretar quién merece ser acompañado y quién debe sostenerse solo.

Durante mucho tiempo se asumió que la empatía era una condición compartida, algo que atravesaba el espacio público más allá de las diferencias políticas. Sin embargo, la derecha ha impulsado una forma de mirar que separa al individuo de su contexto y lee la dificultad como consecuencia directa de decisiones personales. La precariedad ya no se entiende como efecto de condiciones laborales inestables, alquileres inasumibles o cuidados no remunerados, sino como falta de previsión o disciplina. El resultado es una transformación profunda: el sufrimiento deja de interpelar y se convierte en indicio de insuficiencia individual.

Este desplazamiento no ocurre mediante discursos espectaculares, sino en la gestión cotidiana: los requisitos para acceder a una ayuda se vuelven más exigentes, los tiempos de espera aumentan, las entrevistas se orientan a verificar la merecibilidad más que la situación real. La persona en situación de necesidad debe justificar no solo su condición, sino su derecho a ser atendida. La vulnerabilidad se convierte en trámite, y el trámite opera como filtro moral. Lo que antes se consideraba protección ahora se interpreta como carga.

En algunas comunidades se han reducido equipos de atención social, ralentizando la valoración de dependencia. En otras, se han endurecido los criterios para rentas mínimas, introduciendo cursos obligatorios y revalidaciones continuas que retrasan el acceso durante meses. También se han recortado subvenciones a asociaciones que sostenían mediaciones vecinales, acompañamientos a mayores que viven solos o programas comunitarios de salud mental.

No se trata solo de ahorrar, sino de transmitir una idea: lo común es excesivo, lo compartido es frágil, lo colectivo debe justificarse

Este marco afecta a la manera en que las personas se relacionan con su propia fragilidad. Muchos dejan de pedir ayuda para no ser juzgados. Otros se esfuerzan por sostener situaciones límite en soledad porque la necesidad se ha vuelto sinónimo de fallo. Se expande una pedagogía emocional que asocia dignidad con autosuficiencia, incluso cuando esa autosuficiencia resulta materialmente imposible. La empatía, en este contexto, no desaparece, pero queda relegada a lo íntimo, mientras el espacio público se administra desde la distancia.

No estamos ante una sociedad que sienta menos, sino ante una forma organizada de no dejar que lo que duele en otros tenga consecuencias políticas. El sufrimiento se reconoce, pero no se toma en serio. Se vuelve paisaje. La derecha no promueve la indiferencia como gesto explícito, sino como interpretación legítima de la realidad. Y esa legitimidad es la que reorganiza la vida cotidiana.

No hay un momento de ruptura claro, lo que se produce es una sedimentación: capa sobre capa, trámite tras trámite, declaración tras declaración. Lo que antes era acompañamiento hoy se vuelve excepción. Lo que antes era derecho, ahora requiere explicación. 

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