Decir “no tocar el Estado del bienestar” funciona como una contraseña política. Transmite calma, seguridad y continuidad. Pero esa fórmula, tan usada en la conversación pública, guarda una ambigüedad que conviene examinar: ¿de qué se habla cuando se promete no tocarlo?, ¿de gasto, de derechos, de gestión, de prioridades? En la España de 2025, la frase parece un compromiso incuestionable, pero también un territorio de disputa soterrada.
Un compromiso que se dice más de lo que se cumple
La noción de Estado del bienestar remite a un pacto social que garantiza derechos básicos —sanidad, educación, pensiones, cuidados— sin depender del mercado ni del nivel de renta individual. Es una estructura que sostiene la igualdad de oportunidades y la cohesión. Enunciar que no se tocará es, en apariencia, afirmar que ese conjunto de derechos seguirá protegido. Sin embargo, la estabilidad del modelo no depende solo de su defensa retórica, sino del equilibrio presupuestario y de la voluntad política de reforzarlo cuando cambian las condiciones. Mantenerlo igual en un contexto que ya no lo es puede ser, paradójicamente, otra forma de desmantelarlo.
El compromiso de no tocar se invoca en un momento en que la presión sobre las cuentas públicas es evidente. El envejecimiento demográfico y el aumento de la esperanza de vida tensionan el sistema de pensiones y de dependencia; la sanidad pública arrastra déficits estructurales tras años de sobrecarga; los servicios educativos enfrentan desigualdades territoriales y carencias de personal. Todo ello ocurre mientras nuevos gastos —defensa, digitalización, transición energética— compiten por el mismo espacio presupuestario. En ese tablero, afirmar que “no se tocará” el Estado del bienestar puede significar muchas cosas: no recortar partidas, no privatizar servicios, no alterar marcos normativos o, sencillamente, no abrir un debate incómodo sobre su sostenibilidad real.
En los últimos meses, el Gobierno ha reiterado que el aumento del gasto militar o la consolidación fiscal no se harán a costa del bienestar social. Es un compromiso político claro y coherente con una agenda de justicia social, pero requiere matices: si el gasto social no crece al mismo ritmo que las necesidades, si la inversión pública se mantiene pero la población envejece, o si se externalizan servicios con menor control público, el modelo se transforma aunque no se proclame. La expresión “no tocar” puede, entonces, operar como un marco de contención del debate más que como una descripción precisa de lo que ocurre.
No tocar también puede ser dejar que se desgaste
El verdadero sentido de esa promesa debería medirse no por su literalidad, sino por su capacidad para preservar derechos efectivos. Que nadie vea restringido el acceso a un tratamiento, que ninguna familia quede fuera de la atención a la dependencia, que la educación pública siga siendo un espacio de igualdad y no un último recurso. Defender el Estado del bienestar no consiste solo en mantener sus columnas, sino en impedir que se vacíen de contenido.
En tiempos de reajuste fiscal, decir “no tocar” puede sonar prudente, pero también insuficiente. La cuestión de fondo no es solo si el Estado del bienestar se altera, sino si se actualiza para seguir cumpliendo su función. No tocarlo no equivale necesariamente a protegerlo; a veces implica dejarlo en una especie de pausa que lo debilita por inercia. La política pública requiere mantenimiento activo, no conservación pasiva.
La fuerza del Estado social no se mide por la retórica de su defensa, sino por la consistencia de las decisiones que lo sostienen. En un contexto de polarización y sobreexposición mediática, conviene leer con atención esas frases que parecen inofensivas. “No tocar el Estado del bienestar” suena a compromiso; sin embargo, su verdadera garantía está en cómo se presupuestan los cuidados, cómo se refuerza la sanidad, cómo se corrigen las desigualdades y cómo se blinda la red pública frente a los intereses que la erosionan. La continuidad real del modelo no depende de no tocarlo, sino de tocarlo bien: con rigor, con recursos y con la convicción de que el bienestar no es un gasto, sino una forma de justicia.