Cada recorte, cada reforma, cada decreto define el marco donde se juega lo que se considera digno de ser protegido. La política, más que un espectáculo o una guerra de eslóganes, es una maquinaria que regula quién accede a qué derechos y en qué condiciones. Fingir que no importa no evita el impacto, lo consolida.
La trinchera de lo cotidiano
Durante años, la desafección política se ha disfrazado de gesto inteligente o moderno. Sin embargo, el abandono de la esfera pública como espacio de disputa solo ha consolidado formas de poder más opacas. Cuando se dice que “todos son iguales”, cuando se descarta el voto o se desprecia el debate institucional, no se neutraliza la política, se allana el camino para que otros decidan sin contrapesos.
Las decisiones políticas configuran aspectos esenciales de la vida: desde los permisos de maternidad y la inversión en salud mental hasta el precio de la energía o el acceso a la vivienda. Negar su relevancia no las vuelve neutras. Solo las aleja del escrutinio.
Instituciones que seleccionan
En los últimos años, la política ha dejado de ser el espacio donde se amplían derechos para convertirse, con frecuencia, en un mecanismo que los gestiona con lógica de excepción. No es que se prohíban formalmente determinadas prácticas o se deroguen derechos fundamentales. Es que se vacían por vía presupuestaria, se ralentizan por la burocracia o se relativizan en nombre del orden o la seguridad.
Mientras se despliega un marco discursivo de emergencia, ya sea migratoria, energética o educativa, las garantías decaen. En nombre del realismo se recortan programas, se blindan fronteras, se fiscaliza el cuerpo, se condiciona la libertad reproductiva o se abandonan zonas rurales sin atención sanitaria.
No se trata solo de qué se legisla, sino de cómo se aplica, a quién se destina y qué se deja sin ejecutar. La política que importa no es la que se pronuncia en comparecencias, sino la que permanece en los boletines oficiales y en los presupuestos anuales.
Política que no parece política
Buena parte del desmantelamiento institucional se produce bajo fórmulas que apenas generan resistencia. Se presenta como tecnocracia, como planificación estratégica, como necesidad económica. Pero sus efectos tienen nombres concretos: cierre de centros, contratos precarios, listas de espera, exclusiones sistemáticas.
El debate se desplaza y en lugar de discutir sobre justicia fiscal, se habla de seguridad jurídica; en lugar de reforzar servicios públicos, se confía en la externalización; en lugar de garantizar autonomía, se legisla sobre control. La política deja de ser un campo de conquista para convertirse en un instrumento de vigilancia.
Y en ese desplazamiento, la neutralidad no existe. Cada silencio institucional, cada programa cancelado, cada recurso que no llega tiene consecuencias materiales. No se trata de preferir un color u otro en el Parlamento. Se trata de cómo y a quién afecta lo que se decide.
Derechos en tiempo de descuento
Hoy, lo que está en juego no es tanto el acceso formal a los derechos como su viabilidad real. No basta con que la ley reconozca la interrupción voluntaria del embarazo si luego ocho de cada diez procedimientos se derivan a clínicas privadas. No basta con prometer igualdad de oportunidades si el código postal sigue marcando el acceso a la educación o la atención primaria.
La política se juega en ese terreno, en lo que está en los papeles y en lo que no se garantiza. En los derechos que existen, pero no se pueden ejercer. En la distancia entre el texto legal y la vida concreta.