El día que ella se sentó a comer con el ya expresidente Carlos Mazón en El Ventorro, Vilaplana no cometió delito alguno. Fue una coincidencia, una maldita coincidencia, como ella misma la ha definido, estar en ese lugar, en ese momento, comiendo con quien gobernaba la Comunidad Valenciana. Nada en sus actos constituyó delito, responsabilidad penal, ni culpa de ninguna clase. Era simplemente una reunión de trabajo entre dos profesionales.
El acoso imparable: una campaña de difamación sin justificación
Sin embargo, lo que sucedió después fue algo completamente diferente. Maribel Vilaplana ha tenido que soportar una campaña de acoso imparable, de insultos brutales, de escrutinio injusto y de difamación sistemática. Durante meses, su vida privada fue expuesta en redes sociales, su reputación fue destruida en espacios públicos, y su dignidad fue pisoteada una y otra vez.
Las insinuaciones machistas volaron por doquier; como si el hecho de que fuera una mujer la que estuviera en ese restaurante tuviera algo de moralmente reprehensible, algo que mereciera castigo social. Ella misma lo ha cuestionado públicamente: “¿Realmente habría pasado lo mismo si en lugar de una mujer hubiera sido un hombre quien se reunió con el presidente?”
La campaña fue implacable. Vilaplana lo expresó con claridad: recibió “acoso constante, de insultos, de burlas y de un escrutinio injusto”. Eso no es crítica política constructiva. Eso es violencia. Violencia mediática, violencia en redes sociales, violencia política.
La clase de violencia que destruye vidas y rompe salud mental
El precio de la difamación: una hospitalización evitable
Esa presión insoportable la llevó a una hospitalización que nunca debería haber sucedido. Una mujer profesional, una periodista con trayectoria en Canal 9, tuvo que ser ingresada en un hospital por el daño emocional causado por esta persecución implacable.
Ha recibido diagnóstico de estrés postraumático. Está en tratamiento psicológico que describe como “una terapia dura y compleja”. Su salud mental ha sido gravemente dañada. Ella misma confesó: “mi salud mental se ha visto gravemente dañada. Cada nuevo golpe reabre heridas que aún no han cicatrizado”.
Pero el daño no solo la alcanzó a ella. “Este proceso no solo me ha afectado a mí. Ha golpeado también a mi familia, que sufre al verme sufrir. Ellos han tenido que soportar conmigo este acoso, y ese es, sin duda, el dolor más grande de todos”.
 
Contexto personal que nunca debería ser arma
Maribel Vilaplana es divorciada desde hace siete años. Esta información personal no debería ser de dominio público. Pero debe señalarse precisamente porque demuestra hasta qué punto fue expuesta su vida íntima, cómo fueron utilizados detalles privados contra ella como munición en una guerra en la que ella nunca fue combatiente.
Una mujer que intenta vivir su vida privada con discreción fue convertida en espectáculo. Sus circunstancias personales fueron instrumentalizadas. Eso no es casualidad; es el resultado de una falta absoluta de límites éticos.
 
El acoso en el exacto momento de la justicia
Hoy, el mismo día que Maribel Vilaplana comparece ante la justicia para declarar como testigo, cumpliendo su obligación ciudadana de contar la verdad sobre qué sucedió en ese restaurante, Carlos Mazón anuncia su dimisión.
Una dimisión que debería haber llegado hace meses. Una dimisión que llega tarde para devolver la tranquilidad a una mujer que no tuvo nada que ver en lo que pasó. Su testimonio ha sido necesario. Su sacrificio personal ha sido exigido por la justicia. Y ahora, cuando finalmente se presenta ante la jueza a declarar, los verdaderos responsables anuncian su marcha.
 
Una sociedad sin principios ni valores éticos
Lo que ha sucedido demuestra que vivimos en una sociedad que ha perdido sus principios éticos más básicos. ¿Dónde está la empatía? ¿Dónde está la capacidad de comprender que una persona puede estar en un lugar equivocado en el momento equivocado sin ser culpable de nada? ¿Dónde está la decencia de reconocer el sufrimiento ajeno?
En lugar de ello, hemos generado un ecosistema de violencia permanente: medios de comunicación que alimentan la especulación, redes sociales que amplifican el odio, políticos que aprovechan la oportunidad para ganar puntos políticos. Nadie pensó en Maribel Vilaplana como persona. Nadie se detuvo a considerar que estaban destrozando a una mujer inocente en el altar de la conveniencia política.
 
La urgencia de un giro ético
Tiene que haber un giro fundamental en cómo tratamos a esta mujer. Desde los medios de comunicación, desde las redes sociales, desde los políticos que la utilizaron como herramienta. Necesitamos devolverle el respeto que nunca debería haberle sido arrebatado. Necesitamos reconocer públicamente que fue víctima de una injusticia sistemática.
No se trata de negar voz a quienes quieran analizar lo sucedido en la DANA o cuestionar decisiones políticas. Se trata de distinguir entre responsabilidad política legítima y una persecución personal que no tenía justificación alguna. Se trata de civilidad. Se trata de humanidad.
 
El derecho a vivir en paz
Maribel Vilaplana merece que todo esto termine. Merece paz. Merece poder vivir su vida sin miedo, sin hostigamiento, sin tener que defender su dignidad cada día. Merece lo que cualquier ser humano merece: ser tratado con respeto, con empatía, con la consideración básica de quien no hizo nada malo.
Ella misma lo expresó con claridad en su declaración: “Yo no tengo nada que ver en esta historia. Pensé que quedaría claro por sí solo, pero no ha sido así.” Y tiene razón. No tiene nada que ver. Fue una coincidencia, y las coincidencias no son crímenes.
Una reflexión final necesaria
El día que ella comparece ante la justicia, mientras habla la verdad de lo que vivió en ese restaurante, debe servir para reflexionar sobre quiénes somos como sociedad. Porque lo que hemos permitido que le suceda a esta mujer habla más de nosotros que de ella.
A nadie debería tratársele como se ha tratado a Maribel Vilaplana. Nadie. Y, sin embargo, aquí estamos: una periodista inocente, destrozada emocionalmente, declarando ante un juez, mientras los medios siguen especulando.
La pregunta que debemos hacernos es urgente: ¿cuándo comenzamos a comportarnos como si realmente creyéramos en la dignidad humana?