Mujeres migrantes: mano de obra imprescindible con derechos en cuarentena

Las mujeres migrantes sostienen los cuidados y los servicios que mantienen en pie a las ciudades, pero el marco laboral y migratorio las empuja a la invisibilidad

24 de Octubre de 2025
Actualizado a las 16:20h
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Mujeres migrantes mano de obra imprescindible con derechos en cuarentena

El empleo de miles de mujeres migrantes en España se concentra en los servicios esenciales y en los cuidados —dentro y fuera del hogar—, precisamente donde la institucionalidad es más frágil y la explotación encuentra resquicios. La ecuación es conocida: permisos atados al empleador, subcontratación en cadena, jornadas extensas, parcialidad forzada y una burocracia que convierte lo cotidiano en un laberinto. Hablar de salario mínimo o de integración sin resolver esa arquitectura es confundir foto con política.

El hogar como centro de trabajo: cuando la ley entra y no llega

El trabajo doméstico y de cuidados sigue siendo el terreno donde la distancia entre norma y realidad se hace más evidente. La reforma que eliminó la discriminación del régimen especial supuso un avance formal, pero la vida cotidiana de las trabajadoras internas y de las cuidadoras por horas continúa marcada por horarios que no terminan nunca, descansos inexistentes y salarios que se ajustan a la baja en función de la capacidad económica de las familias empleadoras. La inspección no llega, en parte porque la casa es inviolable, y porque las relaciones laborales en este ámbito siguen siendo leídas socialmente como un favor o un intercambio privado, más que como un empleo con derechos.

En el sector de la limpieza, la hostelería o la atención a domicilio, el problema adopta otra forma: la de la subcontratación en cascada. Las empresas adjudicatarias compiten en licitaciones públicas donde el precio se impone como criterio principal, y para cuadrar márgenes recurren a recortes de jornada, ampliaciones de turnos y una rotación constante que debilita la capacidad de negociación colectiva. El salario mínimo opera como techo y no como suelo. Y cuando el Estado contrata barato, perpetúa la precariedad que después intentará corregir con políticas sociales.

Salario mínimo sí, pero con papeles y jornada real

Las sucesivas subidas del salario mínimo han mejorado la estadística y aliviado la situación de miles de trabajadoras, pero no han tocado el corazón del problema. Para que el SMI sea una herramienta redistributiva, tiene que poder cobrarse legalmente y reflejar la jornada real trabajada. En los márgenes del sistema, miles de mujeres sin papeles o con permisos ligados a un único empleador aceptan condiciones por debajo del umbral legal porque el riesgo de perder la residencia pesa más que la posibilidad de denunciar.

El vínculo entre permiso y contrato convierte el empleo en una forma de dependencia jurídica. Cuando el empleador rescinde, la trabajadora pierde el sustento y el derecho a estar en el país. Este encadenamiento empuja a aceptar recortes, silencios y abusos. Y cuando se logra el contrato, muchas veces este refleja menos horas de las que se trabajan realmente. Las cotizaciones se reducen y, con ellas, la protección futura: una legalidad precaria que fabrica pensiones mínimas y vidas frágiles.

El salario mínimo necesita acompañarse de control horario, registro retributivo y una limitación efectiva de la subcontratación. Pero, sobre todo, de un marco migratorio que deje de penalizar a quien denuncia. Si el permiso de residencia dependiera del tiempo efectivamente trabajado, y no de la existencia previa de un contrato, las relaciones laborales serían menos vulnerables. Regularizar el trabajo no es solo reconocer derechos; es asegurar cotizaciones, ingresos públicos y sostenibilidad social.

Regularización y burocracia, la frontera interior

España sigue necesitando mano de obra en sectores como los cuidados, la hostelería, el campo o la limpieza, pero mantiene mecanismos de acceso lentos, restrictivos y opacos. La regularización por arraigo requiere demostrar tres años de residencia, vínculos comunitarios y un contrato previo. Pero para conseguir ese contrato se exige una residencia regular. El resultado es un circuito cerrado que empuja a miles de mujeres a la economía informal, donde los derechos son promesas y las jornadas se negocian sin papel ni reloj.

El problema no es solo jurídico, sino burocrático. La homologación de títulos y la acreditación de competencias se convierten en un laberinto que desperdicia talento y perpetúa el subempleo. Hay mujeres formadas en enfermería, educación o administración trabajando como internas o limpiadoras por horas, no por falta de capacidad, sino por la imposibilidad de validar sus estudios.

Una política migratoria adaptada a la realidad laboral debería partir de lo que ya existe: un mercado de trabajo que funciona gracias a la aportación de mujeres migrantes, aunque el marco normativo no lo reconozca. La integración no se mide por discursos, sino por cuántos permisos se conceden, cuántos contratos se registran y cuántos salarios se ajustan a convenio. Regularizar lo que ya es estructural no es generosidad; es gestión pública eficiente.

Cuidar sin derechos no es sostenible

La economía de los cuidados, que sostiene tanto el bienestar familiar como la productividad general, no puede basarse en una capa laboral precarizada y en buena medida invisible. Cada hora de atención que no se profesionaliza se cubre con trabajo informal; cada jornada sin alta en la Seguridad Social es una cotización que no entra en el sistema; cada externalización sin cláusulas laborales sólidas abarata hoy y encarece mañana la factura pública.

Reformar el sistema de cuidados no pasa solo por crear plazas residenciales o ampliar la atención domiciliaria, sino por reconocer que quien cuida es también una trabajadora con derechos. La financiación pública debe ir acompañada de control, formación y estabilidad. Y la inspección laboral ha de entrar donde antes no entraba: en los hogares, en las cooperativas subcontratadas y en las empresas que gestionan servicios sociales.

En 2025, el país ha consolidado un discurso sobre el valor del cuidado, pero la práctica sigue atrapada en una economía de subsistencia que depende de la vulnerabilidad de las mujeres migrantes. No se trata de un problema sectorial, sino de un síntoma del modelo productivo: externalizar costes, privatizar responsabilidades y socializar las consecuencias. Hasta que el sistema no reconozca que su equilibrio descansa sobre el trabajo de quienes menos pueden negociar, la igualdad seguirá siendo un enunciado más que una realidad.

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