Le han dado el Planeta a otra cara conocida de la televisión: Juan del Val. Vaya por delante que aún no hemos leído su novela, Vera, una historia de amor. La vida es corta y teniendo por delante algún que otro tomo de En busca del tiempo perdido se antoja una temeridad introducirse en el mundo romántico que nos propone el polemista y pareja de Nuria Roca. Pero sí que empezamos a estar un poco hartos ya de personajes superpopulares y supermediáticos metidos a escritores que también son genios de la literatura. Ya está bien. No tienen bastante con ser más guapos, tener más suerte en la vida, ser los más afortunados, poseer las mejores casas, los mejores trajes y las mejores esposas (o maridos). También quieren ser los primeros en el mundo de la ficción. Toca un poco los pies.
Poniendo entre paréntesis la calidad narrativa de Vera (que como decimos aún no hemos leído y de la que ya se prepara un pelotazo editorial de más de 200.000 ejemplares, eso para empezar), habría que preguntarse qué le ha pasado al premio Planeta. Siempre ha sido un certamen comercial, eso lo sabemos todos, pero al menos antes disimulaban y se lo daban a grandes firmas, gigantes de las letras como Ana María Matute, Jorge Semprún o Manuel Vázquez Montalbán. ¿Está el bueno de Juan el de la Roca, el rocoso Juan, a la altura de todos ellos? El tiempo lo dirá.
Mucho nos tememos que nos encontramos ante un nuevo síntoma de la ola de posmodernidad insoportable que nos está tocando vivir. Y también de conservadurismo (le acaban de dar el Nobel de la Paz a Corina Machado y si no se lo han dado a Trump es porque hubiese sido demasiado fuerte hasta para los vejetes reaccionarios de la Academia). Los referentes culturales ya no son lo que eran, todo se compra y se vende, también la literatura, y el nuevo Einstein es una influencer terraplanista que pone en duda la ley de la gravedad o un futbolista que arrastra a millones con sus dietas milagro. La mercantilización de la literatura produce especial sonrojo y hastío, pero es lo que hay.
Dice El País que el flamante ganador del Premio Planeta reactiva el viejo debate entre la alta y la baja cultura. “No pretendo dar ningún mensaje con mi novela, solo entretener”, asegura el galardonado. Perdona Juan, pero a la literatura no se viene a entretener, para eso ya está la feria. Una buena novela es más que una tarde en el circo, está llamada a perdurar por su dimensión histórica, a brillar por el saber y el conocimiento que transmite, a generar ideas nuevas, valores y experiencias humanas que perduran durante siglos. Hay algo en una gran novela que nos golpea ya para siempre, que nos deja huella y una marca indeleble. Y no solo porque nos queda el recuerdo de que vivimos una experiencia única, o porque estimuló nuestro pensamiento crítico, o porque activó nuestra capacidad de reflexión ante dilemas éticos, sociales y personales, o porque nos introdujo de lleno en un universo de palabras, acontecimientos y personajes arquetípicos y míticos, eternos e irrepetibles. Sobre todo porque nos hizo vivir una vida en la ficción como si la hubiésemos vivido en la realidad. Esa mágica catarsis que solo está al alcance de un puñado de genios privilegiados hacedores de mundos.
Ya sabemos que estamos en un mundo acelerado donde la mayoría de la gente lee el tuit de turno con faltas de ortografía y poco más. Ya sabemos que la novela del siglo XXI se ha adaptado a los nuevos parámetros de la sociedad de consumo posmoderna, hasta convertirse en un artículo mercantil también, y que es absurdo pensar en alguien que escriba como se escribía en el siglo XIX o en el XX, con la profundidad y clarividencia de Dostoievski, Kafka o Hemingway. Pero decir que una novela tiene la aspiración de entretener, como si se tratara de un programa de televisión de Broncano, de un partido de fútbol o de un concierto de Rosalía, es rebajar demasiado las nobles y elevadas aspiraciones de la literatura. ¿Dónde está la conmoción social de una obra salvajemente rupturista, dónde el punto de subversión contra el orden establecido, dónde se ha ido la potencia liberadora de una novela como motor de cambio y transformación social? Poco de lo que se escribe actualmente tiene ya ese objetivo. Se escribe y se vende al peso, como en la cinta mecánica de una cadena de montaje. Se escribe y se factura fríamente, descarnadamente, desalmadamente. Se escribe y se distribuye dentro de un sistema industrializado diabólico que lo prostituye todo: la calidad del libro, el intento de mejorar el conocimiento y la condición humana y el alma del escritor. Y sobre todo, y por encima de todo, se escribe para petarlo en el mercado y en las redes sociales, para ganar dinero y poco más. Es el tiempo de la novela Tik Tok.
Estamos viviendo años nefastos: el planeta best seller. Historias románticas y espías nazis. Todo se fue al garete con la renuncia al compromiso social porque era cosa de rancios, comunistas y antiguos. Hoy se lee un libro, quien lo lea, como se come una hamburguesa. Nada se escribe ya para perdurar, solo para que Pablo Motos te llame a su hormiguero tedioso. Anoche, en el espacio En primicia de Televisión Española (disfrutemos de Telepedro antes de que la derecha nos abrume con su nostálgico cine de barrio, procesiones y corridas de toros), el siempre polémico Arcadi Espada le confesó a la solvente Lara Siscar que él escribe simplemente porque le pagan. “Si no, no lo haría”, sentenció con tanta sinceridad como nihilismo descreído. Y dejó otra perla para la historia: “Los ricos son más interesantes que los pobres”, ya que, según él, la gente con menos recursos se limita a la mera supervivencia mientras que la gente culta es más interesante. A tomar por saco Los miserables, Las uvas de la ira, Oliver Twist, Los santos inocentes y hasta nuestro Lazarillo de Tormes, una historia que se podría haber escrito perfectamente en 2025. En esas estamos, en pleno auge de la ultraderecha literaria con Pérez Reverte en plan Caudillo de las letras en abierta cruzada contra el rojo masón García Montero.
Ahora tratan de convencernos de que hay una novela para élites y otra para el gran público, donde se incluiría el éxito planetario de Juan del Val. Es decir, que al pueblo se le da a comer la bazofia editorial para terminar de rematarlo de analfabetismo funcional (primer paso para el advenimiento al poder del nuevo fascismo posmoderno) mientras que las clases altas siguen consumiendo el buen caviar de la cultura. Esa la última perversión de un sistema siniestro y cutre que ha terminado por arrasarlo todo bajo el dominio del estúpido dinero.