IRPH: el Supremo perpetuó una masacre social

La clave humana es fundamental para entender las consecuencias vitales que ha tenido el IRPH, los testimonios son demoledores y muestran el infierno que han vivido más de 1 millón de personas por culpa de las decisiones del Supremo

03 de Noviembre de 2025
Actualizado a la 13:28h
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Tribunal Supremo Manifestación Clausulas IRPH:
Manifestación ciudadana ante el Tribunal Supremo | Foto: Agustín Millán

En España, tener una casa no era solo una aspiración económica. Era una promesa cultural. La piedra angular de una vida ordenada, de una familia estable, de un futuro previsible. Durante años, esa promesa fue el motor invisible de toda una generación. Pero detrás de la ilusión de la propiedad se escondía una maquinaria financiera que convertiría la estabilidad en ruina. Su nombre técnico es anodino, IRPH, pero sus efectos fueron devastadores: más de 1,3 millones de familias atrapadas en una hipoteca que se convirtió en condena.

Hoy, esas familias viven pendientes de una sentencia del Tribunal Supremo tras las últimas decisiones del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE). Esperan, con una mezcla de cansancio y rabia, que de una vez por todas la Justicia española reconozca lo que la banca y las instituciones han negado durante más de una década: que el IRPH no fue un accidente del mercado, sino una estafa sistémica amparada en la confianza ciega del ciudadano común.

La historia se repite con precisión casi burocrática. En 2008, cuando la crisis golpeó el empleo y los salarios se desplomaron, miles de familias buscaron soluciones para sobrevivir. Fue entonces cuando aparecieron las promesas de “refinanciación”, ofrecidas por inmobiliarias y financieras que se presentaban como salvavidas. En realidad, eran trampas diseñadas para extender el dolor.

“En 2008 fuimos a una inmobiliaria a vender mi casa”, recuerda una afectada. “Nos ofrecieron refinanciar la hipoteca y nos aseguraron que la cuota se mantendría igual. Nos hablaron de un índice ‘más estable’, pero nunca nos explicaron que existía algo distinto al Euríbor. Al año siguiente, la cuota subió. Empezamos a investigar y descubrimos el IRPH. Si no llegamos a cambiar la hipoteca a variable, habríamos perdido la casa”.

Su relato condensa una cadena de abusos: desinformación, manipulación y un lenguaje técnico deliberadamente opaco. Bajo la apariencia de una solución, la banca trasladaba el riesgo de su propia avaricia a quienes menos podían soportarlo.

“Firmamos sin entender, confiando en el banco, en el notario, en el sistema”, dice otra afectada. “Cuando uno tiene hijos y miedo, no firma con la cabeza, firma con el corazón”.

El índice de la desigualdad

El IRPH se calculaba a partir de la media de los tipos de interés que las propias entidades aplicaban a sus préstamos. A diferencia del Euríbor, no reflejaba el coste real del dinero en los mercados, sino las prácticas de la banca española. En otras palabras, las entidades fijaban el índice a partir de sus propios precios, garantizándose ingresos más altos incluso cuando los tipos bajaban.

Entre 2008 y 2020, mientras el Euríbor se hundía hasta el terreno negativo, el IRPH se mantuvo obstinadamente alto. Para las familias, eso se tradujo en cuotas desproporcionadas: 300, 400 o incluso 600 euros más cada mes. Lo que debía ser un techo se convirtió en un sumidero financiero.

“Mi hipoteca era variable”, cuenta otro afectado. “Pero cuando el IRPH desapareció y su sustituto también, el banco decidió por su cuenta convertírmela en fija, al 3,33%. Sin avisar, sin negociar. Hoy pago 816 euros de hipoteca con un sueldo de 1.400. Es imposible llegar a fin de mes. Sin la ayuda de mis padres, ya estaríamos en la calle”.

El IRPH no solo exprimió los bolsillos: erosionó la confianza en la justicia y en las instituciones. En muchos casos, cuando los tribunales españoles comenzaron a reconocer la falta de transparencia, las entidades cambiaron unilateralmente las condiciones de los contratos. El resultado fue un bucle perverso: incluso cuando ganaban, los ciudadanos seguían perdiendo.

El precio de no rendirse

“Todos los días me levanto pensando en la misma pesadilla”, confiesa otro afectado. “Hace años cometí un error que jamás me perdonaré, porque afecta al bienestar de mi hija. Me siento engañado, estafado, ultrajado. Esos 400 euros de más cada mes me roban el futuro. La palabra más repetida en mi casa es ‘no’. No podemos. No llegamos. No es justo”.

La fuerza de estos testimonios no reside solo en la cifra, sino en la fractura emocional que dejan. Las víctimas del IRPH hablan de ansiedad, insomnio, culpa. De matrimonios rotos, de depresiones profundas, de suicidios, de la humillación de pedir ayuda para no perder lo poco que les queda. “He pasado una depresión de caballo”, relata una mujer. “Trabajo por horas, donde puedo. Me he quedado con una ansiedad de por vida ante cualquier imprevisto. Pero sigo. Con rabia, con coraje, porque esto no puede volver a quedar impune”.

En España, la banca no solo vendía hipotecas: vendía confianza. Durante la burbuja inmobiliaria, los préstamos se concedían con una ligereza casi festiva. El crédito era sinónimo de prosperidad, y el notario, un mero trámite. Nadie preguntaba demasiado: ni el cliente, ni el Estado. El resultado fue una arquitectura de papel levantada sobre la fe ciega de una sociedad entera en el sistema financiero.

“Queríamos una casa un poco más grande”, cuenta una familia. “Pagábamos 1.000 euros al mes, pero después de la refinanciación subimos a 2.000 y luego a 2.476. En diez años, hemos pagado 240.000 euros y todavía debemos 360.000. Mi marido trabaja 16 horas al día solo para pagar la hipoteca. Y seguimos. Pagando”.

En algunos casos, los afectados descubrieron que tras años de pagos su deuda no se había reducido, sino aumentado. La capitalización de intereses convertía cada mensualidad en un acto de resistencia moral más que en una amortización económica. En lugar de comprar su casa, compraban tiempo.

El silencio de los políticos

Ni los gobiernos del PP y del PSOE, ni los reguladores respondieron a la magnitud del problema. El Banco de España defendió la legalidad del índice; los sucesivos gobiernos (Mariano Rajoy y Pedro Sánchez) evitaron enfrentarse a un sector financiero que había sido rescatado con dinero público; los tribunales, durante años, dictaron sentencias contradictorias.

Solo Bruselas ofreció un resquicio de esperanza. En 2020, el TJUE declaró que los jueces nacionales podían anular cláusulas IRPH si no habían sido explicadas con transparencia. Pero la decisión, en la práctica, dejó a cada afectado librando una batalla individual contra un gigante con abogados, tiempo y recursos infinitos.

Mientras tanto, el daño ya estaba hecho. La vida de más de un millón de personas había sido hipotecada dos veces: una por el contrato, otra por la indiferencia.

En cada testimonio, más allá de la indignación, se percibe una misma grieta: la pérdida de dignidad. Las familias no solo reclaman dinero, sino reconocimiento moral. Quieren que el país sepa que su miseria no fue fruto de la imprudencia, sino de la trampa.

“Nos vendieron estabilidad”, dice un afectado, “y nos dieron una ruina”.

En hogares donde trabajan dos adultos, el día cinco del mes ya es “fin de mes”. Los recibos se acumulan, los hijos aprenden demasiado pronto el valor de la renuncia. “Tener IRPH”, dice otro afectado, “es vivir con el miedo constante a que un imprevisto te deje sin casa. No puedes ahorrar, no puedes planificar, no puedes vivir. Solo resistir”.

Europa, última frontera

En los últimos meses, el TJUE se ha pronunciado con contundencia sobre el IRPH. Ahora es el Supremo el que está obligado a seguir al pie de la letra con lo que señalaron los jueces europeos. Para la mayoría de los afectados, será la última oportunidad de que su drama tenga una reparación colectiva. No esperan milagros financieros, sino una vindicación moral. Que alguien diga en voz alta lo que todos saben: que el Estado falló a sus ciudadanos.

Porque no se trata solo de un índice hipotecario, sino de una fractura ética en el contrato social entre los bancos, los reguladores y la gente común.

España rescató a su banca con miles de millones de euros. Pero nadie rescató a las familias del IRPH.

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