IRPH: Luxemburgo tiene acorralado al Supremo

El Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha dejado al Tribunal Supremo español sin margen jurídico de maniobra para dictar una sentencia contraria a los afectados por un índice hipotecario abusivo

23 de Octubre de 2025
Actualizado a las 11:57h
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Justicia Hulk IRPH:.
Foto: FreePik

Los afectados por el Índice de Referencia de Préstamos Hipotecarios viven unas semanas de tensión en espera de la publicación por parte del Tribunal Supremo de una nueva sentencia. Una mezcla de esperanza y recelo se junta en las cabezas de familias que durante años han vivido una guerra judicial y jurídica.

Desde hace mucho tiempo, el IRPH fue una herramienta técnica del sistema financiero español, un parámetro aparentemente neutro, nacido para ofrecer una alternativa al Euríbor y gestionado con la impronta de oficialidad del Banco de España.

Sin embargo, lo que comenzó como un instrumento administrativo se ha transformado en uno de los mayores litigios de la historia hipotecaria española. La batalla ya no se libra entre consumidores y bancos, sino entre Luxemburgo y Madrid: entre la autoridad del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) y la resistencia doctrinal del Tribunal Supremo español.

Desde 2013, el TJUE ha venido dictando una serie de sentencias que han reconfigurado el marco jurídico europeo en materia de cláusulas abusivas. En ese proceso, el IRPH ha pasado de ser un índice “oficial” a convertirse en un símbolo de cómo la justicia europea limita la soberanía interpretativa de los tribunales nacionales cuando está en juego la protección del consumidor. Hoy, el Supremo se encuentra atrapado: su margen de maniobra para dictar una sentencia contraria a los intereses de los afectados es, en la práctica, mínimo.

El punto de inflexión se produjo cuando el TJUE estableció que las cláusulas que remiten al IRPH no pueden considerarse automáticamente válidas por el mero hecho de referirse a un índice oficial. Esa afirmación, aparentemente técnica, es una bomba de relojería jurídica. Significa que el IRPH no goza de inmunidad frente al control de transparencia previsto en la Directiva 93/13/CEE sobre cláusulas abusivas, porque su incorporación a los contratos hipotecarios no obedece a una disposición legal imperativa, sino a la voluntad de las entidades financieras. El resultado es claro: los jueces nacionales deben examinar caso por caso si los consumidores entendieron realmente cómo se calculaba el índice, qué implicaciones tenía y cómo podía evolucionar respecto a otros parámetros, como el Euríbor.

Esta doctrina marcó el fin de una de las líneas de defensa históricas de la banca española y que fue avalada por el Supremo: que la mera publicación del IRPH en el Boletín Oficial del Estado garantizaba su transparencia. Luxemburgo dejó claro que esa presunción es incompatible con la protección reforzada del consumidor que impone el Derecho de la Unión. La transparencia, dijo el TJUE, no es un atributo formal, sino sustantivo: implica que el cliente comprendió el impacto económico de la cláusula, su comportamiento histórico y los riesgos de optar por ese índice. La consecuencia inmediata fue que la doctrina del Supremo, que había bendecido el IRPH en 2020 como un índice “legítimo y transparente”, quedó jurídicamente erosionada.

Las sentencias posteriores del TJUE reforzaron ese cerco. En 2023 y 2024, el tribunal europeo insistió en que la evaluación de transparencia debía ir acompañada de un examen sobre el desequilibrio entre las partes. Si el IRPH generaba un perjuicio económico significativo al consumidor (su evolución era sistemáticamente superior al Euríbor), el juez debía poder declarar la nulidad de la cláusula y sustituirla por otro índice más equitativo. Además, Luxemburgo estableció que los tribunales nacionales no podían limitarse a enunciar esa nulidad: debían motivar exhaustivamente su decisión y ofrecer soluciones reparadoras, como recalcular el préstamo con otro índice. En otras palabras, el TJUE no solo definió el principio, sino también el método y las consecuencias jurídicas, reduciendo aún más la autonomía interpretativa del Supremo.

El dilema al que se enfrenta ahora el Tribunal Supremo es profundo. Si ignora las directrices europeas y mantiene su posición tradicional (que el IRPH es transparente por ser oficial y público), se arriesga a una nueva oleada de correcciones por parte de Luxemburgo y, en última instancia, a una posible responsabilidad patrimonial del Estado por incumplimiento del Derecho de la Unión. Si, en cambio, se pliega a los estándares europeos, deberá reconocer que las cláusulas IRPH fueron opacas y desequilibradas, abriendo la puerta a la nulidad masiva de contratos y a reclamaciones millonarias contra la banca. En ambos casos, la autoridad del tribunal se verá comprometida: o por la desobediencia a Europa, o por el coste político y financiero de acatarla.

En el fondo, el problema trasciende el IRPH. Se trata de una cuestión estructural sobre la distribución del poder judicial en Europa. El TJUE ha convertido el principio de primacía del Derecho de la Unión en un mecanismo de uniformidad interpretativa que obliga a los tribunales nacionales a subordinar sus criterios a los estándares comunitarios. El Supremo español, acostumbrado a actuar como árbitro último en materia civil, descubre ahora que su jurisdicción es condicional: su independencia está limitada por la supremacía de Luxemburgo. La lucha no es solo jurídica, sino simbólica.

Para los afectados por el IRPH, este conflicto se traduce en esperanza. Las sentencias europeas les ofrecen un fundamento sólido para reclamar. Ya no se trata de discutir si el índice era legal, sino de demostrar que fue impuesto sin la información necesaria, en condiciones de desigualdad. En la práctica, los tribunales de primera instancia y las audiencias provinciales han empezado a dictar fallos cada vez más favorables a los consumidores, anticipando un giro inevitable en la jurisprudencia del Supremo. La propia banca, consciente de que la corriente europea es imparable, empieza a explorar acuerdos extrajudiciales y compensaciones para limitar daños reputacionales.

El Tribunal Supremo, por su parte, navega entre dos lealtades: la europea y la doméstica. No puede dictar una sentencia que ignore la doctrina del TJUE sin romper el principio de cooperación judicial y la confianza mutua entre tribunales, pero tampoco puede aceptar sin matices un fallo que afecte negativamente a la banca e implique hasta 70.000 millones de euros en devoluciones. En esa tensión, el tribunal busca una salida que combine el respeto formal a Luxemburgo con una aplicación prudente de sus consecuencias. Pero el margen es cada vez más estrecho, porque el TJUE no deja resquicios para interpretaciones acomodaticias.

El caso del IRPH es, en última instancia, una lección sobre la madurez jurídica de España en el marco europeo. Durante décadas, el Tribunal Supremo actuó con una teórica autonomía judicial. Hoy, su independencia se redefine en el contexto de una arquitectura supranacional donde los principios comunitarios pesan más que las tradiciones locales. El IRPH, que nació como un instrumento financiero tecnocrático, ha terminado convirtiéndose en el espejo de un conflicto más amplio: el que enfrenta a la soberanía judicial con la integración europea.

Para la banca, el desenlace es casi inevitable: el escudo de la “oficialidad” se ha resquebrajado. Para los consumidores, el horizonte se abre con prudente optimismo. Y para el Tribunal Supremo, la lección es amarga: en el nuevo orden jurídico europeo, ya no basta con tener la última palabra en Madrid. Ahora, la última palabra siempre se pronuncia en Luxemburgo.

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