Interinos: el TC es claro, la fijeza no es inconstitucional

En contra de lo que afirmó el ministro Óscar López, tener en cuenta los méritos y la experiencia acumulada por los interinos para adquirir la fijeza o el estatus de funcionario no va en contra de lo señalado por la Constitución

21 de Octubre de 2025
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Interinos: Mani

En España, la estabilidad laboral es, paradójicamente, uno de los terrenos más inestables del derecho público. Durante décadas, el país ha convivido con un modelo dual en su administración: funcionarios fijos de carrera y una legión de interinos que sostienen buena parte del aparato público bajo la amenaza constante de la temporalidad. En 2021, la ley impulsada por el gobierno de Pedro Sánchez, prometió poner orden en ese caos. Su propósito declarado era simple: reducir la tasa de temporalidad en el sector público y “consolidar” a quienes llevaban años desempeñando funciones estructurales sin haber superado una oposición. Su propósito real, como suele suceder en la política española, era algo más ambiguo.

El Gobierno presentó la reforma como una respuesta tanto al sentido común como al Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), que había censurado el abuso de contratos temporales en la administración española. Pero el remedio planteado, esto es, consolidar miles de plazas mediante procesos simplificados o valoraciones extraordinarias de méritos, abrió un nuevo frente: el de la constitucionalidad del procedimiento. La semana pasada, el ministro Óscar López insistió en la inconstitucionalidad de conceder la fijeza a los interinos. 

El Tribunal Constitucional (TC), en una serie de sentencias, ha respondido con su habitual equilibrio de tecnicismo y pragmatismo: sí, pero con matices. La fijeza no es inconstitucional per se, ni lo es valorar la experiencia previa de los interinos. El problema, según el TC, surge cuando esa valoración se vuelve desproporcionada, transformando un concurso público en un proceso “ad personam”, diseñado implícitamente para beneficiar a quienes ya ocupaban las plazas. En otras palabras: se puede premiar la experiencia, pero no convertirla en una carta de propiedad.

La frontera entre igualdad y equidad

El debate enfrenta dos nociones distintas de justicia administrativa. La primera, clásica y meritocrática, entiende la función pública como un espacio de igualdad formal: todos los ciudadanos deben poder acceder a ella en las mismas condiciones, compitiendo bajo criterios objetivos. La segunda, más contemporánea y social, asume que la igualdad formal puede producir desigualdades reales, y que reconocer el mérito del servicio previo es una forma legítima de reparar una injusticia estructural.

El Constitucional ha tratado de moverse en esa frontera con una prudencia casi cartesiana. Sus sentencias sostienen que valorar los servicios prestados es perfectamente legítimo: la experiencia demuestra capacidad, y la capacidad es un principio constitucional. Pero el tribunal añade una advertencia crucial: la valoración de esos méritos no debe “rebasar el límite de lo tolerable”.

El concepto, que podría parecer un guiño poético en medio de una sentencia, se ha convertido en un principio jurídico con peso real. El TC consideró en sentencia que otorgar seis puntos por experiencia docente (equivalente al 31,57% de la puntuación total) se mantenía “dentro del límite de lo tolerable”. Más allá de ese umbral, la desigualdad dejaría de ser razonable y se convertiría en privilegio.

Esa aritmética constitucional ilustra bien la sofisticada tensión de la jurisprudencia española. La justicia, parece decir el tribunal, puede ser medida en puntos.

La falsedad de la consolidación

En teoría, el reconocimiento de los servicios previos es una herramienta para estabilizar empleo y reforzar la profesionalización del sector público. En la práctica, se ha convertido en un instrumento político, usado indistintamente por gobiernos de distinto signo para ganar votantes entre los colectivos más numerosos del Estado: los empleados públicos interinos.

La administración española tiene una tasa de temporalidad insana. Muchos de esos trabajadores llevan más de una década encadenando contratos, realizando tareas idénticas a las de sus colegas fijos. La respuesta institucional ha sido un ciclo constante de “procesos extraordinarios” para consolidar empleo, amparados en leyes transitorias o reformas puntuales.

El Tribunal Constitucional ha aceptado esta excepcionalidad  siempre que los procesos mantengan un carácter abierto, es decir, que no excluyan a candidatos externos. Pero incluso aquí el límite es difuso. La línea entre justicia reparadora y preferencia institucional se vuelve borrosa.

Ironía de la igualdad

La doctrina del TC ofrece un curioso retrato de la burocracia española: un sistema obsesionado con garantizar igualdad formal mientras gestiona desigualdades reales. El tribunal rechaza de manera tajante los procesos “ad personam”, pero acepta la valoración de méritos que, de facto, favorece a colectivos identificables. “Todo mérito crea la posibilidad de que se conozca a priori el conjunto de quienes lo ostentan, pero ello no autoriza a pensar que se haya hecho para favorecer a personas concretas”, señala una sentencia del TC.

Es una lógica sofisticada y un tanto paradójica: el hecho de que los beneficiarios sean previsibles no implica que la norma sea discriminatoria, siempre que el mérito tenga una justificación objetiva. El resultado es una especie de neutralidad administrada, donde la intención política se disfraza de técnica jurídica.

En este contexto, la posición del gobierno de Pedro Sánchez resulta jurídicamente vulnerable. Al calificar de “inconstitucional” la concesión directa de fijeza o la valoración de méritos del personal en abuso de temporalidad, el Ejecutivo parece querer protegerse de un posible reproche judicial. Pero el TC ha desmontado esa narrativa: lo inconstitucional no es consolidar empleo, sino hacerlo de manera desproporcionada o restrictiva.

El “límite tolerable”

El verdadero aporte del Constitucional no radica tanto en su jurisprudencia técnica como en su filosofía de contención. En lugar de definir con rigidez lo que es o no constitucional, el tribunal ha optado por un enfoque de proporcionalidad, calibrando caso por caso el equilibrio entre igualdad y experiencia.

Esa flexibilidad funciona aquí como un dique contra la tentación política de instrumentalizar la justicia. Al dejar margen al legislador para configurar sistemas de acceso “no restringidos”, el TC evita caer en un hiperformalismo que inmovilizaría a la administración. Pero al exigir que la valoración de méritos no sea desmesurada, impone un límite sutil pero firme al uso partidista de la función pública.

El resultado es una doctrina que podría describirse como constitucionalismo pragmático: la Constitución no prohíbe la desigualdad, siempre que ésta sea razonable y esté al servicio de un fin legítimo. Consolidar empleo precario puede ser una forma de desigualdad funcionalmente justificada. Lo que la Carta Magna no tolera es el privilegio estructural.

En última instancia, el debate sobre la fijeza de los interinos no es sólo una cuestión técnica, sino ética. Define qué tipo de Estado quiere ser España: uno que recompensa la lealtad y la permanencia, o uno que premia el talento y la competencia. El Tribunal Constitucional ha recordado, con su lenguaje sobrio y su ironía judicial, que el mérito no es un privilegio ni una antigüedad disfrazada. En una de sus frases más citadas, el tribunal afirmó que “todo mérito crea la posibilidad de que se conozca a quienes lo ostentan”. 

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