Durante la década de 1980, mientras la administración de Ronald Reagan elevaba el tono ultranacionalista y reactivaba el imaginario de la Guerra Fría, España se convirtió, casi sin proponérselo, en un tablero crucial de la estrategia geopolítica estadounidense. En un contexto de tensiones crecientes con la Unión Soviética y de una reconfiguración global marcada por el rearme nuclear, la joven democracia española se vio empujada a desempeñar un papel estratégico dentro de la arquitectura militar de Occidente. Lo que parecía un proceso técnico de integración en la OTAN se convirtió en un episodio revelador de las relaciones de poder entre Washington y Madrid, de la continuidad de las estructuras heredadas del franquismo y de la instrumentalización de la monarquía en el nuevo orden de seguridad atlántico.
El proyecto de Iniciativa de Defensa Estratégica fue la manifestación más visible de la doctrina Reagan. Estados Unidos apostaba por militarizar el espacio para garantizar la superioridad tecnológica frente a la URSS. Aquella ofensiva no era solo un ejercicio de propaganda: pretendía reafirmar la hegemonía estadounidense mediante un equilibrio basado en la disuasión absoluta. En ese marco, la posición geográfica de España adquirió un valor especial. Su territorio, al sur de Europa y frente al norte de África, ofrecía un punto de apoyo logístico y de inteligencia de primer orden para las operaciones de la OTAN.
La adhesión española a la Alianza Atlántica en 1982 coincidió con el clímax de la retórica belicista reaganiana. Washington necesitaba socios que blindaran su frente europeo ante la expansión soviética, y la península ibérica, con sus bases militares y su control de los accesos atlánticos y mediterráneos, se convirtió en un eslabón indispensable. Sin embargo, el entusiasmo estadounidense contrastaba con la resistencia interna: la izquierda española, encabezada entonces por el PSOE, rechazaba el ingreso en la OTAN, y amplios sectores sociales se movilizaban contra la proliferación nuclear y el alineamiento militar con Estados Unidos.
Según documentos desclasificados de la CIA, el presidente Reagan envió cartas directas al rey Juan Carlos I instándole a “contrarrestar la oposición” a la integración en la OTAN y a “neutralizar el movimiento antinuclear” en Europa. La elección del destinatario no era casual: la Casa Blanca consideraba al monarca una figura política útil para garantizar la continuidad del vínculo atlántico más allá de los vaivenes partidistas.
El contenido de esas misivas, posteriormente mencionado en análisis del Wall Street Journal, refleja la concepción vertical que Washington mantenía respecto a España. Reagan no apelaba a la diplomacia, sino a la obediencia. El mensaje era inequívoco: la estabilidad del nuevo régimen democrático debía sostenerse sobre la subordinación estratégica al liderazgo estadounidense. La falta de respuesta diplomática por parte de la Casa Real —ni siquiera un gesto público de matización o reserva— evidenció hasta qué punto el vínculo transatlántico operaba como una relación de dependencia, heredera del tutelaje político que Estados Unidos había ejercido sobre el franquismo en sus últimas décadas.
Con la victoria socialista en 1982, la ambigüedad española se convirtió en una política de Estado. Felipe González había hecho campaña prometiendo un referéndum sobre la permanencia en la OTAN y mantuvo durante sus primeros meses un discurso crítico con la Alianza. Sin embargo, informes de inteligencia norteamericana revelan que, mientras públicamente defendía la prudencia y el debate interno, en privado garantizaba a Washington que España no abandonaría la organización.
En un documento interno de la CIA, se afirmaba con claridad: “González está decidido a mantener a España en la Alianza y probablemente lo consiga”. Los analistas estadounidenses anticipaban que el líder socialista intentaría persuadir al país de las “ventajas” de continuar en la OTAN y que, para lograrlo, vincularía ese compromiso a la adhesión española a la Comunidad Económica Europea. La promesa de modernización y desarrollo económico serviría, así, como moneda de cambio para consolidar la integración militar.
El cálculo de Washington fue preciso. En 1986, tras un intenso proceso de pedagogía política, el Gobierno español convocó el referéndum sobre la permanencia en la OTAN. La campaña del “sí” contó con el apoyo del Ejecutivo y el aval de los principales socios occidentales. El resultado, favorable a la continuidad, cerró el ciclo de la ambigüedad y consagró el alineamiento español con la estrategia atlántica.
El episodio de las cartas de Reagan al rey no fue un gesto aislado. Formaba parte de una relación más profunda, tejida desde mediados de los años setenta, cuando la Casa Blanca desempeñó un papel determinante en la consolidación del reinado de Juan Carlos I.
En 1975, con la salud de Franco deteriorada y el Sáhara Occidental convertido en un foco de tensión internacional, Estados Unidos intervino activamente para garantizar la estabilidad del futuro monarca. Documentos del Departamento de Estado indican que la CIA, con financiación saudí, impulsó una operación para facilitar la retirada española del territorio y evitar que la crisis saharaui derivara en un conflicto que desestabilizara la transición política. Henry Kissinger, entonces secretario de Estado, medió entre Rabat y Madrid para permitir que Juan Carlos entregara el Sáhara a Marruecos a cambio del reconocimiento político y del respaldo diplomático estadounidense.
La llamada Declaración de Madrid de noviembre de 1975 selló ese acuerdo: España abandonó el territorio, Marruecos obtuvo el control efectivo, y Washington consolidó una posición estratégica en el norte de África. A cambio, el nuevo rey español recibió la legitimación internacional necesaria para garantizar su continuidad al frente del Estado.
Años más tarde, Reagan recordaría aquel favor. Las presiones sobre Juan Carlos para contener las protestas antinucleares y apoyar la OTAN no eran solo parte de una estrategia militar: eran también una forma de cobrar una deuda política pendiente.
La secuencia que conecta el pacto del Sáhara con la integración en la OTAN revela el grado en que la política exterior española fue moldeada por los intereses de la Guerra Fría. Reagan, al igual que Kissinger antes que él, concebía la diplomacia como una extensión de la estrategia militar. España no era un socio, sino un peón indispensable en el tablero atlántico.
Cuatro décadas después, aquel entramado de compromisos secretos, presiones diplomáticas y equilibrios internos ofrece una lección incómoda sobre los límites de la soberanía en tiempos de hegemonías globales. La transición española, celebrada como modelo de apertura democrática, se desarrolló bajo la atenta supervisión de Washington. Y el precio de esa estabilidad, como evidencian las cartas de Reagan al rey y los informes de la CIA sobre Felipe González, fue la subordinación estratégica a los intereses de Estados Unidos.
En última instancia, la “factura” que Reagan pasó a Juan Carlos I no fue solo una deuda personal, sino el recordatorio de un vínculo estructural: el de un país que, al buscar su lugar en el mundo libre, acabó confirmando que la independencia política y la dependencia estratégica pueden coexistir… siempre que los equilibrios globales así lo exijan.