Cuando la extrema derecha avanza, los gobiernos democráticos, sobre todo de izquierda, tienden a buscar culpables externos. En España, el presidente Pedro Sánchez ha vuelto a hacerlo. Hoy, desde Bruselas, el jefe del Ejecutivo rechazó la tesis de su socio de coalición, Sumar, de que una reorientación profunda del Gobierno sea necesaria para frenar a Vox, y trasladó la responsabilidad del auge ultraderechista al Partido Popular.
La explicación es políticamente cómoda. También es analíticamente insuficiente.
La ideología como coartada
Sánchez sostiene que es la normalización de la extrema derecha por parte del PP, a través de pactos autonómicos y municipales, lo que alimenta a Vox. El argumento no es falso, pero sí extremadamente incompleto. Reduce un fenómeno estructural a una disputa entre élites políticas, como si el voto radical surgiera principalmente de la contaminación ideológica y no de condiciones materiales deterioradas.
Este diagnóstico ideológico ha sido recurrente en Europa. Y ha fracasado casi siempre.
Desde Francia hasta Alemania, desde Italia hasta los Países Bajos, la evidencia empírica muestra que el voto a la extrema derecha crece allí donde el contrato social se percibe como roto: salarios que no alcanzan, vivienda inaccesible, servicios públicos saturados y una sensación persistente de declive relativo. España no es una excepción.
El bienestar, no el relato ideológico
El debate abierto dentro del Gobierno, con Yolanda Díaz defendiendo cambios más profundos para evitar la desafección, apunta precisamente a ese punto ciego. La cuestión no es la comunicación ni la geometría parlamentaria, sino el bienestar real de amplias capas de la población.
Aunque los indicadores macroeconómicos ofrecen una imagen razonablemente positiva, el malestar microeconómico sigue creciendo. La inflación acumulada, el encarecimiento de la vivienda, la precariedad laboral y la desigualdad territorial han erosionado la percepción de progreso. Para muchos votantes, especialmente jóvenes y trabajadores de rentas medias-bajas, la política ha dejado de ser un mecanismo de protección.
En ese vacío prospera Vox. No como anomalía ideológica, sino como síntoma económico.
Europa ya ha pasado por ahí
La insistencia de Sánchez en situar el auge ultraderechista en el terreno del adversario político recuerda a errores cometidos por otros líderes europeos. En Francia, Emmanuel Macron atribuyó durante años el crecimiento de Marine Le Pen a una patología ideológica del electorado; en Italia, la socialdemocracia subestimó el impacto de la inseguridad económica; en Alemania, el cordón sanitario no evitó el avance de AfD en regiones marcadas por el estancamiento.
El patrón es consistente: cuando la izquierda ignora el bienestar económico de los ciudadanos, el voto protesta se radicaliza.
España, pese a su singularidad política, no escapa a esta lógica continental. La discusión sobre si habrá o no una remodelación del Gobierno, limitada, según Sánchez, a ajustes puntuales, parece menor frente al problema de fondo: una parte del electorado siente que el sistema funciona para otros, pero no para ellos.
Coalición, desgaste y negación
El presidente subraya los elementos que unen al PSOE y a Sumar, minimizando las discrepancias como diferencias culturales normales entre socios. Pero el desacuerdo no es táctico, sino diagnóstico. Mientras Sánchez insiste en un marco ideológico, el PP como incubadora de Vox,, Sumar apunta, implícitamente, a una fatiga social que no se resuelve con estabilidad gubernamental ni con retórica antifascista.
Negar esa fatiga no la hace desaparecer. La cronifica.
El coste político de equivocarse otra vez
La historia reciente sugiere que equivocarse en el diagnóstico tiene consecuencias electorales. Combatir a la extrema derecha como si fuera únicamente una desviación ideológica conduce a respuestas simbólicas, no estructurales. Y cuando las respuestas no mejoran la vida cotidiana, el desencanto se profundiza.
Sánchez no se enfrenta solo a Vox, sino a una erosión silenciosa de la confianza en la capacidad del gobierno para garantizar bienestar. Mientras esa erosión persista, señalar al adversario será insuficiente.
El auge de la extrema derecha no es, en esencia, una guerra cultural. Es un plebiscito económico. Y mientras Sánchez siga leyendo el resultado con las gafas equivocadas, el marcador seguirá moviéndose en su contra.