El sonido de los bombardeos se ha silenciado, al menos por ahora. Por primera vez en dos años, los camiones de ayuda cruzan tímidamente la frontera de Rafah, los rehenes israelíes han vuelto a sus hogares, y los palestinos liberados de detención se reencuentran con familias que no saben si aún tienen casa. Sobre el papel, la primera fase del alto el fuego en Gaza debería representar un punto de inflexión. En los hechos, apenas revela el abismo entre lo que el derecho internacional promete y lo que la realidad permite.
Durante una sesión ante la Tercera Comisión de la Asamblea General, el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Volker Türk, celebró la liberación de rehenes y detenidos, pero advirtió que la paz real depende de algo más que la ausencia de disparos: “Esto debe conducir a un alto al fuego permanente, con la entrada sostenida y a gran escala de ayuda humanitaria”, señaló. Su mensaje, dirigido tanto a Jerusalén como a la comunidad internacional, es tan obvio como incómodo: ningún proceso de reconstrucción puede sostenerse mientras Israel mantenga restricciones al ingreso de ayuda o mientras Hamás siga siendo un actor armado dentro del territorio.
Ayuda que no llega
Pese a los compromisos formales, los flujos humanitarios continúan severamente limitados. Israel ha restringido la entrada de camiones con alimentos y medicinas a un máximo de 300 diarios (una fracción de lo que Naciones Unidas considera necesario) y ha mantenido cerrado el paso de Rafah con Egipto. “Facilitar la ayuda no es una concesión política, es una obligación legal”, recordó Tom Fletcher, responsable de la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), desde El Cairo.
La ONU había logrado reactivar operaciones de asistencia tras meses de bloqueo, pero la tregua se ha convertido en una especie de limbo logístico: ni guerra total ni paz funcional. Los convoyes se detienen en los cruces, los hospitales siguen sin combustible, y cientos de miles de desplazados continúan viviendo en refugios improvisados. “La prueba de estos acuerdos será que las familias estén seguras y los niños vuelvan a la escuela”, insistió Fletcher. “El mundo ha fallado demasiadas veces antes. No podemos fallar esta vez.”
El alto el fuego, un espejismo
El problema, como tantas veces en Gaza, no es la firma del acuerdo, sino su ejecución. Israel insiste en que la tregua no implica un fin de la guerra, sino una “pausa operativa” condicionada a la entrega de todos los rehenes y cuerpos de víctimas. Hamás, fragmentado y con facciones rivales enfrentadas, interpreta el cese del fuego como una oportunidad para rearmarse y recuperar control interno. Entre tanto, el territorio sigue sometido a una violencia estructural que desborda las categorías jurídicas: ejecuciones sumarias, desplazamientos forzados, bombardeos selectivos y un bloqueo que impide la vida civil normal.
La Oficina del Alto Comisionado ha documentado al menos 15 muertes de palestinos que intentaban regresar a sus hogares durante los últimos días, abatidos por fuego israelí. También ha registrado ejecuciones y asesinatos ilegales cometidos por grupos afiliados a Hamás y por facciones con presunto apoyo externo. Gaza no es aún un espacio de posguerra; es un espacio suspendido, donde el Estado de derecho sigue siendo una ficción.
Paz sin justicia
En Nueva York, Bernard Duhaime, relator especial de la ONU sobre justicia transicional, advirtió que el acuerdo actual carece de una arquitectura institucional que permita convertir la tregua en un proceso duradero. “No se articula cómo se establecerá la verdad, cómo las víctimas accederán a reparación o cómo se exigirá responsabilidad a los autores”, señaló. Su diagnóstico es severo: sin verdad, justicia ni garantías de no repetición, la paz será solo una tregua entre dos violencias.
La historia reciente le da la razón. Ninguno de los procesos de reconstrucción en Gaza —ni el de 2009, ni el de 2014, ni el de 2021— abordó las causas estructurales del conflicto: la ocupación, el bloqueo, la impunidad. El resultado fue siempre el mismo ciclo de destrucción y alivio temporal. Cada alto el fuego, en lugar de cerrar una etapa, se convierte en el preludio de la siguiente catástrofe.
Equilibrio insostenible
La situación actual revela una paradoja que ni la ONU ni las potencias regionales han sabido resolver. Israel, al controlar el flujo de ayuda, retiene una herramienta de presión que contradice el espíritu mismo del alto el fuego. Hamás, al condicionar la entrega de cadáveres y la cooperación humanitaria, instrumentaliza el sufrimiento civil. Y los actores internacionales, atrapados entre la fatiga diplomática y la falta de consenso político, confunden la gestión humanitaria con la paz.
El alto comisionado Türk lo resumió con una frase que debería resonar en las capitales del mundo: “El objetivo debe seguir siendo la paz y la seguridad para israelíes y palestinos, mediante la realización del derecho del pueblo palestino a la libre determinación”. La afirmación es vieja, pero su urgencia es nueva. Gaza se ha convertido en un espejo de la impotencia internacional: todos proclaman principios, pero nadie los aplica.
Los próximos meses definirán si este alto el fuego se convierte en una oportunidad o en otro episodio del ciclo de violencia. La ONU ha anunciado una operación humanitaria intensiva de 60 días para estabilizar el territorio. Pero sin garantías políticas, la asistencia será apenas un paliativo. El verdadero test no está en los números de camiones, sino en la capacidad de transformar una pausa militar en una reconstrucción institucional y moral.
Para eso hará falta algo que las últimas décadas han erosionado: voluntad política sostenida. La paz no nacerá de acuerdos provisionales ni de gestos simbólicos, sino de un compromiso real con la justicia y la rendición de cuentas. Gaza, una vez más, pone al descubierto la brecha entre el lenguaje de los derechos humanos y la lógica del poder.
Y mientras esa brecha siga abierta, el alto el fuego seguirá siendo solo eso: un silencio entre dos explosiones.