La dignidad cuando se pierde

El debate político español se ha llenado de ruido, pero el verdadero termómetro democrático sigue estando en cómo se asume la derrota y en la capacidad de reconocer al adversario como parte del país

02 de Noviembre de 2025
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Congreso de los Diputados

La palabra dignidad permanece en la política española como un objeto heredado que nadie se atreve a tirar. Se la cita en discursos, se la invoca en cierres de campaña, aparece en declaraciones solemnes como si bastara pronunciarla para que siguiera viva. Pero la dignidad democrática no es una proclama. Es una forma de estar en el espacio común. Sobre todo, es una decisión: no volar la mesa cuando la partida no sale a favor. Ahí se distingue la altura política. Y ahí, algo se está resquebrajando.

Perder sin dinamitar el país

La dignidad se mide, ante todo, en cómo se pierde. Ganar es sencillo: la victoria se explica sola. Lo difícil, lo democrático, es aceptar la derrota sin convertir al adversario en enemigo. Perder reconociendo que el otro no sobra, que su presencia forma parte del país que uno también habita. Perder sabiendo que la derrota no te expulsa del espacio común, que tu voz permanece, que mañana habrá debate, negociación, oposición.

En los últimos años, ese reconocimiento mutuo se ha debilitado en sectores de la derecha española, especialmente en la estrategia del Partido Popular. No hablamos de rabietas electorales, sino de algo más profundo: la insinuación constante de que, cuando el PP no gobierna, el Gobierno que surge de otras mayorías es menos legítimo. Como si existiera un país verdadero y otro provisional. Como si la democracia fuera válida solo cuando se ajusta a un resultado concreto.

Esa idea se construye con gestos, con silencios y con palabras que parecen casuales pero no lo son. Se presenta la simple aritmética parlamentaria como anomalía moral. Se sugiere que pactar con fuerzas legales supone “traicionar la nación”. Así, la derrota deja de ser parte del proceso democrático y pasa a ser considerada una desviación en sí misma.

A esto se suma algo aún más grave: el bloqueo prolongado del Consejo General del Poder Judicial, convertido en herramienta táctica. La dignidad institucional exige ceder poder cuando corresponde. Lo contrario es actuar como si el Estado fuera patrimonio de un partido.

Del adversario al enemigo

El lenguaje ha cambiado. Donde antes había crítica dura, hoy abundan palabras como “golpistas”, “ilegítimos”, “enemigos”, “antiespañoles”. No son exageraciones aisladas. Son mensajes diseñados para romper la posibilidad de reconocimiento mutuo. Y sin reconocimiento, no hay negociación posible. Sin negociación, solo queda ruido.

El bulo opera ahí como herramienta central. No es la mentira pequeña: es el relato entero que sustituye la realidad. Se repite hasta que parece suelo firme. Y, cuando ese suelo se acepta, la conversación pública deja de ser conversación: se convierte en combate.

La entrada del PP en gobiernos autonómicos junto a Vox movió otro límite. No se negociaron solo presupuestos. Se pusieron en juego consensos democráticos que sostenían la convivencia desde la Transición: memoria democrática, igualdad de género, derechos LGTBI, reconocimiento de minorías. Si eso se convierte en moneda de cambio, lo que se pacta no es un gobierno: es el país. La democracia no se sostiene porque gane un bloque, sino porque todos aceptan la posibilidad de perder sin romper la casa

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