Diez años desde el terror yihadista en París: Al Jolani se pasea junto a Macron y Trump como evidencia del cinismo occidental

Diez años desde la masacre en París, Al Jolani, líder terrorista yihadista que operaba desde Siria durante los atentados de Bataclán, estrecha ahora la mano de Trump y Macron, como muestra del cinismo máximo occidental

13 de Noviembre de 2025
Actualizado a la 13:07h
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Diez años después de terror en Bataclan, el cinismo occidental blanquea al líder del terrorismo yihadista

Se cumplen diez años desde aquella fatídica noche del 13 de noviembre de 2015 en la que siete terroristas del Estado Islámico convirtieron París en un campo de batalla. Ciento treinta personas murieron y cerca de 400 resultaron heridas en ataques coordinados contra la sala Bataclan, el Estadio de Francia y múltiples terrazas de la capital francesa. Fue el peor ataque en suelo francés desde la Segunda Guerra Mundial, una masacre que estremeció Europa y que las autoridades utilizaron como justificación para implementar un arsenal de medidas antiterroristas sin precedentes.
La respuesta fue contundente y arrolladora. Francia decretó el estado de emergencia durante casi dos años, una medida excepcional que otorgó poderes extraordinarios al Ministerio del Interior para realizar registros bajo meras sospechas, imponer arrestos domiciliarios sin orden judicial y establecer una vigilancia constante sobre cualquier persona considerada potencialmente peligrosa. El presidente François Hollande declaró que se trataba de “un acto de guerra” que sería “castigado sin piedad”. Las fronteras se cerraron temporalmente y 1.500 soldados fueron movilizados en las calles de París, escenas que no se veían desde la ocupación nazi.
En España, apenas cuatro meses antes de los atentados de París, las Cortes Generales habían aprobado con el único apoyo del Partido Popular la prisión permanente revisable en marzo de 2015, “en el contexto del pacto antiyihadista”. Esta máxima pena privativa de libertad, aplicable a asesinatos cometidos en el seno de organizaciones terroristas entre otros delitos de excepcional gravedad, entró en vigor el 31 de marzo de 2015, siete meses antes de la masacre del Bataclan. La narrativa era clara: el terrorismo yihadista representaba una amenaza existencial que requería medidas extraordinarias, incluso si eso implicaba recortar libertades fundamentales.
A nivel europeo, la cascada de restricciones fue imparable. Según Amnistía Internacional, tras los atentados de 2015 se desató “una oleada de nuevas leyes” antiterroristas que sumieron a Europa en un peligroso estado de “securitización” permanente. Polonia aprobó una ley que cimentaba de forma permanente poderes draconianos, mientras numerosos países se unieron a las filas de los “Estados vigilantes” con leyes que permitían vigilancia masiva indiscriminada. En diciembre de 2015, la Comisión Europea propuso una nueva directiva para combatir el terrorismo, diseñada para reforzar las decisiones marco y tipificar nuevos actos criminales dirigidos específicamente al fenómeno de los combatientes extranjeros retornados. El Parlamento Europeo aprobó en abril de 2016 el registro de datos de pasajeros (PNR), tras una década de discusiones, obligando a las aerolíneas a entregar información sobre todos los viajeros. Europa se blindaba, las libertades civiles retrocedían, todo en nombre de la lucha contra el yihadismo.
El mensaje era inequívoco: el terrorismo islamista no se negocia, no se perdona, no se olvida. Los responsables debían ser perseguidos hasta los confines de la tierra. Salah Abdeslam, el único superviviente de los atacantes, fue condenado en 2022 a cadena perpetua sin libertad condicional. Las autoridades francesas trabajaban día y noche para desmantelar células terroristas, rastreando conexiones que llevaban invariablemente a Siria e Irak, donde el Estado Islámico había establecido su califato de terror.
Y es precisamente aquí donde la hipocresía occidental alcanza dimensiones obscenas.
Mientras en París morían noventa personas en el Bataclan bajo las ráfagas de kalashnikovs y explosivos, en Siria, en la provincia de Idlib, operaba un hombre llamado Abu Mohamed al-Jolani, ahora conocido como Ahmed al-Sharaa. En noviembre de 2015, Al Jolani lideraba el Frente al-Nusra, la filial siria de Al Qaeda, una organización designada como terrorista por Estados Unidos, la ONU, Francia, Reino Unido y la Unión Europea.
El Frente al-Nusra, fundado por Al Jolani en 2012 con financiación y apoyo de Abu Bakr al-Baghdadi (el mismo líder del Estado Islámico responsable de los atentados de París), se había dedicado durante años a perpetrar atentados suicidas que mataron a civiles inocentes. En marzo de 2015, pocos meses antes de la masacre parisina, el grupo de Al Jolani había capturado la ciudad de Idlib, consolidando su control sobre territorio sirio. Durante todo 2015, mientras Europa temblaba ante la amenaza yihadista, Al Jolani dirigía una organización que compartía la misma ideología salafista radical que el Estado Islámico, aunque ambos grupos rivalizaran por el control territorial.
Es cierto que Al Jolani y el Estado Islámico eran enemigos entre sí en 2015. Tras rechazar la orden de Al Baghdadi de fusionar el Frente al-Nusra con el Estado Islámico en 2013, Al Jolani juró lealtad directa a Al Qaeda. Ambas organizaciones combatieron brutalmente por el dominio de Siria. Pero esta rivalidad entre facciones yihadistas no lo absuelve de su ideología ni de sus métodos: el Frente al-Nusra bajo su mando ejecutó innumerables atentados con bomba, ataques suicidas y asesinatos de civiles. Estados Unidos lo designó terrorista global en 2013 precisamente por liderar una organización que había “llevado a cabo múltiples ataques terroristas en toda Siria” y defendía “una visión sectaria violenta”.
En 2016, en un calculado movimiento de lavado de imagen, Al Jolani anunció la ruptura con Al Qaeda y renombró su grupo, primero como Jabhat Fatah al-Sham y luego, en 2017, como Hayat Tahrir al-Sham (HTS). Pero estos cambios de nombre no fueron más que operaciones cosméticas. Como reconocen expertos en terrorismo, la separación de Al Qaeda fue “puramente pragmática” para mantener el poder en Idlib y mejorar la percepción internacional. El HTS siguió siendo catalogado como organización terrorista por la ONU, Estados Unidos y la Unión Europea, y Al Jolani continuó en la lista de terroristas designados de Washington con una recompensa de 10 millones de dólares por su captura.
Hasta diciembre de 2024, cuando sus fuerzas derrocaron a Bashar al-Assad y tomaron el poder en Damasco.
Y entonces ocurrió lo impensable: el blanqueo exprés de un líder terrorista yihadista por las mismas potencias occidentales que durante una década habían erigido arquitecturas enteras de represión en nombre de la lucha antiterrorista.
El 29 de enero de 2025, Al Jolani fue nombrado presidente de Siria. El 10 de noviembre de 2025, Donald Trump lo recibió en la Casa Blanca, convirtiéndose en el primer presidente sirio en pisar suelo estadounidense desde la independencia del país en 1946. La reunión se produjo días después de que Washington retirara oficialmente su nombre de la lista de sanciones por terrorismo y eliminara la recompensa de 10 millones de dólares. Trump, que seis años antes había celebrado la muerte de Al Baghdadi diciendo que “murió como un perro”, ahora recibía al antiguo colaborador de ese mismo líder terrorista y declaraba: “Me cae bien. Es un líder muy fuerte”.
Emmanuel Macron, presidente de Francia (el país que sufrió la masacre del Bataclan), también recibió a Al Jolani en el Elíseo. El mismo Macron cuyo país había mantenido el estado de emergencia durante casi dos años tras los atentados, el mismo que había prometido luchar sin tregua contra el yihadismo, estrechaba la mano del hombre que durante años había liderado la filial de Al Qaeda en Siria.
La justificación oficial es geoestratégica: Siria se ha comprometido a unirse a la coalición internacional contra el Estado Islámico, Trump busca “reducir la influencia de Irán y Rusia”, y Occidente necesita un aliado en Medio Oriente. Al Jolani, ahora en traje elegante en lugar de uniforme militar, ha dado entrevistas prometiendo tolerancia religiosa y pluralismo, ha visitado comunidades minoritarias, y asegura que Siria no será plataforma para el terrorismo internacional.
Pero nada de esto es nuevo. Al Jolani lleva años ejecutando esta estrategia de moderación calculada. En 2017 creó un “Gobierno de Salvación Nacional” en Idlib con tecnócratas profesionales. Ha reprimido a rivales yihadistas, incluyendo a células del Estado Islámico. Se presentó ante medios internacionales como un “estadista”. Todo esto mientras mantenía el control férreo sobre Idlib mediante una estructura que perpetuaba la ideología salafista.
La transformación de Al Jolani de terrorista a presidente es, en palabras de analistas, “una derrota de los valores que decimos defender” y “ofrece una peligrosa imagen de debilidad a los yihadistas”. Es el blanqueo de un hombre cuyas manos están manchadas de sangre, cuya organización asesinó a civiles durante años, y que operaba desde Siria precisamente cuando los atentados del Bataclan sacudían París.
El cinismo es abrumador. Durante una década, las víctimas del Bataclan (como Sophie Dias, quien perdió a su padre en el Estadio de Francia) han llorado su ausencia inmensa mientras “el shock sigue intacto”. Arthur Denouveaux, superviviente de la masacre, aún sufre síntomas de estrés postraumático, recordando “la llama que salía del arma usada por uno de los terroristas”. Francia erigió monumentos, rindió homenajes, declaró que nunca olvidaría. Europa entera endureció sus leyes, recortó libertades civiles, encarceló a sospechosos bajo meras presunciones, todo supuestamente para protegerse del terrorismo yihadista.
Y ahora, ese mismo terrorismo yihadista (porque Al Jolani es producto directo de esa ideología salafista violenta que engendró tanto a Al Qaeda como al Estado Islámico) es recibido con honores de Estado en Washington y París.
La lección es brutal y clara: la lucha contra el terrorismo nunca fue una cuestión de principios, sino de conveniencia geopolítica. Las medidas draconianas impuestas tras el Bataclan no protegían valores democráticos; erigían estructuras de control que permanecen vigentes mientras sus supuestos destinatarios (los líderes yihadistas) son rehabilitados cuando resulta conveniente.
Como señala la Fundación Disenso, “que terroristas de todo pelaje han mutado para acabar siendo considerados actores aceptables” es lamentable, pero “que un líder terrorista yihadista salafista, es decir, un representante de lo peor que el método del terrorismo ha engendrado” sea blanqueado en tan poco tiempo “era difícil de prever, pero ya se ha consumado”.
A diez años del Bataclan, mientras las familias de las 130 víctimas aún lloran su ausencia, mientras Europa sigue bajo medidas antiterroristas excepcionales que restringen libertades fundamentales, el hombre que lideraba una organización terrorista yihadista en Siria durante aquella noche de horror es tratado como socio respetable por Trump y Macron.
Esto no es pragmatismo. Es traición a la memoria de las víctimas. Es la confirmación de que el discurso occidental sobre derechos humanos y lucha antiterrorista es pura retórica, desechable según las necesidades del momento. Y es, sobre todo, una obscena demostración de que para Occidente, el terrorismo solo importa cuando afecta a sus intereses, y los terroristas solo son criminales hasta que resulta útil convertirlos en aliados.
Las víctimas del Bataclan merecían justicia, no este espectáculo grotesco de hipocresía. Europa merece líderes que no traicionen los valores que dicen defender. Y Al Jolani, independientemente de su traje elegante y sus promesas calculadas, sigue siendo lo que siempre fue: un terrorista yihadista cuyas manos nunca podrán lavarse de la sangre que derramaron durante años de violencia sectaria en Siria.
Diez años después del Bataclan, el cinismo occidental ante el terrorismo yihadista ha alcanzado su cénit más repugnante.

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