La aprobación casi unánime en la Cámara de Representantes de Estados Unidos para desclasificar los archivos Epstein no oculta el detalle más elocuente: un solo voto negativo, suficiente para recordar que el caso sigue siendo un espejo que nadie desea sostener durante demasiado tiempo. La política estadounidense, tan aficionada a la retórica regeneradora, se enfrenta ahora a un territorio menos cómodo: la obligación de dar transparencia a un expediente que afecta no solo a un depredador sexual convict o y a su red de complicidades, sino a un ecosistema de poder acostumbrado a investigar siempre hacia abajo y casi nunca hacia los márgenes de su propia élite.
Un consenso aparente que esconde muchas reservas
Que republicanos y demócratas coincidieran en la necesidad de abrir los archivos responde más a una suma de cálculos que a un convencimiento profundo. El Partido Republicano, dividido en facciones que solo se alinean cuando la causa tiene rédito electoral, encontró en este asunto un filón al que asirse sin riesgo: la defensa de la transparencia cuando los daños previsibles se proyectan sobre la administración anterior o sobre figuras asociadas al Partido Demócrata.
La paradoja es que, en ese intento de construir un relato de limpieza, el único voto en contra procede de sus propias filas, lo cual exhibe de manera involuntaria que no todos los sectores conservadores se sienten cómodos con la apertura total de un sumario que puede arrastrar nombres que, sin ser relevantes a efectos institucionales, sí lo son para el ecosistema político y empresarial que sostiene buena parte del poder republicano.
Entre los demócratas tampoco hay entusiasmo. La publicación de los archivos puede reavivar episodios que el partido preferiría inscribir en una fase superada, sobre todo en un momento en el que la reconstrucción de un electorado erosionado por la polarización exige evitar distracciones que devoren agenda. Pero la alternativa —oponerse a abrir información de un caso de explotación sexual de menores— es simplemente inviable desde cualquier perspectiva ética o electoral.
La sombra alargada de Epstein sobre las instituciones
La apertura de los archivos tiene una dimensión jurídica limitada —lo esencial del caso está ya juzgado o archivado—, pero su impacto político puede ser considerable. La trama de Epstein funciona como un recordatorio incómodo de cómo determinados espacios de poder convivieron durante años con una figura cuya conducta era conocida por muchos más de los que ahora se reconocen sorprendidos.
Esa sombra se superpone con la fragilidad institucional de un país donde la justicia es cada vez más un terreno de disputa partidista. La decisión de la Cámara supone, en teoría, un gesto de higiene democrática, aunque habrá que ver su alcance real. Publicar no es lo mismo que asumir responsabilidades, y menos en un sistema donde la rendición de cuentas se diluye en comisiones de investigación que raramente derivan en consecuencias políticas.
La derecha radical —que ha hecho del señalamiento selectivo su principal instrumento de combate cultural— intentará explotar los archivos para reforzar su narrativa conspirativa. No buscan aclarar responsabilidades, sino fabricar una interpretación totalizadora del Estado como maquinaria corrupta controlada por sus adversarios.
Ese uso interesado convive, sin embargo, con una incomodidad palpable: el caso toca circuitos sociales y financieros donde los perfiles ultraconservadores están tan presentes como los liberales. Si algo refleja el universo Epstein es que la impunidad no distingue ideología cuando se trata de poder real.
El peso del único voto disidente
La identidad del representante que votó en contra —cuyo nombre, más que señalar, sirve para comprender la resistencia interna— ilustra bien las tensiones del Partido Republicano. La negativa no responde a la defensa de la privacidad, ni siquiera a escrúpulos jurídicos: es la expresión de un temor político, el de abrir la puerta a revelaciones que comprometan a sectores que nunca aparecen en la superficie del debate público pero que sostienen parte del andamiaje del partido.
En un Congreso que vive prácticamente instalado en la teatralidad —intervenciones diseñadas para ser cortadas y subidas a redes, debates que ya no buscan convencer sino movilizar— ese voto aislado tiene un valor simbólico. Es la grieta que confirma lo que ambos partidos conocen: que la transparencia es una consigna cómoda hasta que obliga a mirar hacia dentro.
La desclasificación de los archivos abre un proceso que apenas empieza. Lo relevante no será cuánto material se haga público, sino qué uso político se intentará dar a partir de ahora. En Washington, la transparencia casi nunca es un fin; es un arma que cada partido empuña con distinto entusiasmo según quién quede expuesto. Y es precisamente en esa oscilación donde se mide la salud democrática de un país que aún no ha resuelto su relación con el poder que opera fuera del foco.