Las palabras de Donald Trump no fueron una hipérbole más en un mitin electoral. Habló ante casi 800 altos mandos militares. Les pidió prepararse para una guerra interna y usar las calles estadounidenses como si fueran campos de combate. La lógica de excepción, tradicionalmente reservada a intervenciones exteriores, empieza ahora a desplegarse en casa.
Militarización del conflicto político
Trump no aludió a amenazas extranjeras ni a operaciones de seguridad nacional. El enemigo está en casa y no lleva uniforme. Es un periodista, un estudiante, un manifestante. La narrativa del adversario interno se presenta como una urgencia a contener con medios militares, anulando la distinción entre orden público y estrategia de guerra.
La ruptura es profunda. El uso de tropas en suelo propio no responde a ninguna amenaza objetiva, sino a una decisión política. La Ley Posse Comitatus, que desde 1878 limita el papel del Ejército en la vida civil, se convierte en un obstáculo que la presidencia pretende sortear mediante decreto, discurso o propaganda.
El resultado es una escalada sin legitimidad ni control institucional. El discurso presidencial no describe una estrategia, sino una doctrina autoritaria en proceso.
Anulación del marco constitucional
Los discursos presidenciales, en especial los pronunciados ante los altos mandos militares, no son solo gestos simbólicos. Marcan línea. Definen prioridades. El contenido del encuentro en Quantico ha hecho saltar todas las alarmas legales y diplomáticas. Se invoca la seguridad nacional para suspenderla desde dentro.
No se trata de una declaración ambigua. Trump señaló explícitamente ciudades como Chicago, Portland o Los Ángeles como espacios a intervenir. Lo hizo con la claridad suficiente para convertir la amenaza en proyecto, y el proyecto en mandato.
Juristas y responsables de defensa han subrayado que la militarización del espacio urbano es una agresión al pacto constitucional. A pesar de ello, sectores del aparato federal se alinean con la lógica presidencial sin plantear objeciones de fondo. La separación de poderes ya no resiste la presión del miedo.
Estrategias para responder sin reforzar el marco del adversario
Frente a la escalada autoritaria, la reacción del progresismo institucional y social no puede limitarse a la denuncia ocasional ni a la apelación técnica. Es imprescindible construir un relato propio que no se limite a desmontar mentiras, sino que recoloque el eje del debate.
La ultraderecha no impone solo un mensaje. Impone un marco desde el que se percibe el conflicto político. Y lo hace con insistencia. El progresismo debe intervenir en ese terreno, romper la gramática del miedo, dejar de asumir que la pedagogía es suficiente. La defensa de los valores democráticos exige también un uso consciente del lenguaje y de la repetición.
Reforzar el espacio público, proteger las instituciones y blindar las garantías requiere algo más que legalismo. Requiere voluntad política y comunicación estratégica. Dejar de jugar al contrarrelato y empezar a disputar el relato. No para reproducir el ruido, sino para devolver sentido a lo que está en juego.
Delirio autoritario sin freno institucional
Lo que Trump propone es una inversión del pacto civil. Su definición del enemigo incluye a votantes, periodistas y gobiernos locales. La guerra que dibuja no es contra un grupo terrorista ni un estado extranjero, sino contra una parte del propio país. Es ahí donde la estrategia supera cualquier límite político o jurídico previo.
El riesgo no es una dictadura formal, sino una normalización de la excepcionalidad como modo de gobierno. En ese modelo, el desacuerdo se convierte en traición, y la oposición, en amenaza. No hay adversarios, solo enemigos.