Trump y la amenaza extrema, el presidente de EE.UU. convierte la pena de muerte en herramienta política

Las declaraciones del mandatario estadounidense no son un arrebato, sino la expresión cruda de una concepción del poder que degrada el control civil sobre los militares y normaliza la violencia de Estado

21 de Noviembre de 2025
Actualizado a las 14:18h
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Trump y la amenaza extrema, el presidente de EE.UU. convierte la pena de muerte en herramienta política

Proponer la pena de muerte para legisladores que recuerdan a los militares su obligación de desobedecer órdenes ilegales no es solo un síntoma de desmesura verbal. Es la evidencia de un deterioro profundo en la cultura democrática estadounidense, donde el presidente sitúa al adversario político en el territorio del delito capital para desactivar cualquier límite a su autoridad.

Un paso más allá del exceso

Las palabras de Donald Trump no pueden leerse como un estallido irreflexivo. Hay un patrón reconocible: la conversión del disenso en amenaza y la equiparación de la crítica a la figura presidencial con un acto de deslealtad punible. Lo inquietante es la naturalidad con la que formula la acusación. Calificar de “sedición del más alto nivel” un recordatorio dirigido a las Fuerzas Armadas sobre su obligación legal no es un simple exabrupto; es una forma de situar el marco democrático fuera de su eje.

Los legisladores aludidos recordaron una evidencia jurídica básica: un militar no puede obedecer una orden ilegal. Es una afirmación que en cualquier democracia consolidada sería incuestionable. Que el presidente la utilice como pretexto para exigir arrestos y condenas ejemplarizantes revela un desplazamiento grave: la ley deja de ser un límite y se convierte en obstáculo para un liderazgo que se autopercibe sin contrapesos.

La banalización de la pena de muerte

El uso de la pena de muerte como recurso discursivo demuestra algo más que una deriva autoritaria. Expone la normalización de una herramienta de castigo incompatible con el estándar de derechos humanos al que debería aspirar un país que pretenda ser referente democrático. Trump no plantea su aplicación dentro del marco judicial, ya de por sí cuestionable, sino como respuesta política a un desacuerdo institucional.

Esa banalización es peligrosa porque diluye cualquier reflexión sobre la irreversibilidad del castigo y, sobre todo, sobre su utilización como mecanismo para reducir al silencio a representantes electos. La pena de muerte deja de ser excepcional —que ya lo es demasiado— para convertirse en un instrumento de intimidación del poder ejecutivo frente al legislativo.

La falta de contención es reveladora. Un presidente que introduce ese castigo en la conversación pública como si formara parte de un catálogo de respuestas normales no está describiendo un problema. Está señalando un método.

El control civil de los militares, en el centro de la disputa

El mensaje de los legisladores no contenía una propuesta subversiva. Era una reiteración de un principio básico del constitucionalismo estadounidense: el sometimiento del mando militar al marco legal. Recordar a los efectivos en servicio que ninguna orden ilegal debe ser obedecida es un ejercicio de responsabilidad democrática. Pero en el universo político que ha construido Trump, ese recordatorio adquiere la condición de desafío intolerable.

El riesgo es evidente. Al presentar como sedición una apelación a la legalidad, el presidente está sugiriendo que el rechazo a una orden ilegal implica desobediencia a la figura presidencial. Ese es el punto más corrosivo del episodio: la confusión deliberada entre la autoridad personal y la autoridad constitucional. Cuando un presidente coloca al Ejército ante una disyuntiva entre la ley y su voluntad, la fractura institucional deja de ser hipotética.

La política entendida como combate y no como gobierno

Las declaraciones de Trump se insertan en una dinámica donde el adversario político no es alguien con quien se discrepa, sino un enemigo interno que debe ser neutralizado. Esta lógica deteriora la convivencia democrática no solo por lo que dice explícitamente, sino por lo que insinúa: que la maquinaria del Estado puede movilizarse contra representantes electos cuando estos cuestionan el ejercicio del poder.

No se trata de interpretar gestos. Se trata de analizar las consecuencias. Un presidente que amenaza con castigos máximos a quienes ejercen una función de control proyecta una imagen de fragilidad del sistema, donde las garantías democráticas se subordinan a la lealtad personal. Y ese es el terreno donde la democracia pierde su capacidad de corregirse a sí misma.

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