El Festival de San Sebastián ha sido este año algo más que una pasarela de estrenos. Un grupo amplio de mujeres del sector audiovisual ha convertido el escaparate en tribuna, la alfombra en espacio de denuncia, y el relato complaciente de una industria cultural en un inventario crudo de abusos, impunidad y desprotección sistémica. Lo han hecho con nombres, cifras y propuestas. También con un mensaje claro: la violencia no es un error puntual, es una estructura que se reproduce a plena luz.
El foco que no alumbra: poder, abuso y complicidad
No fue un mitin. Fue una crónica coral de lo que ocurre entre bastidores. En la sala, mujeres con décadas de oficio relataban cómo las agresiones sexuales en los rodajes no son una excepción sino una rutina apenas disimulada, alojada cómodamente entre aplausos de festival y cócteles de productora.
El acto organizado por el Grupo de Trabajo Interterritorial de Igualdad en el Audiovisual (GTI) desplegó un retrato incómodo: más del 60% de las mujeres en el sector han sufrido violencia sexual y el 92% no ha hablado de ello públicamente. Lo que en otros contextos se narraría como escándalo, aquí se convierte en dato estructural. Lo que fuera de cámara se reprueba, dentro se tolera, se premia, se financia.
La cultura de la cancelación, dicen, solo existe para quienes denuncian, no para quienes violentan. El "no hay que mezclar arte con vida privada" ha funcionado durante décadas como la mejor estrategia para blindar carreras y mantener en pie las estatuas de directores que convirtieron los rodajes en espacios de sumisión, chantaje o agresión.
La industria como ecosistema de violencia
El informe Después del silencio, elaborado por CIMA y presentado en abril, es algo más que una radiografía: es una evidencia forense de un sistema laboral donde el abuso no se castiga, se integra. Seis de cada diez mujeres del audiovisual han sufrido alguna forma de violencia sexual, muchas de ellas de forma repetida. La franja más castigada es también la más silenciosa: las profesionales entre 40 y 49 años, quienes llevan tiempo sufriendo y sabiendo que hablar puede significar quedarse fuera.
La directora Almudena Carracedo lo verbalizó con precisión: “Formar parte del sector implica aceptar su existencia y asumirla como condición inevitable”. La violencia, más que una excepción, ha sido durante años parte del contrato no escrito.
La ausencia de protocolos eficaces, la presión jerárquica, el miedo a las represalias y la nula rendición de cuentas han consolidado un ecosistema donde el silencio ha sido no solo un síntoma, sino un requisito de permanencia. El foco está, pero no alumbra. El altavoz existe, pero se ha usado para premiar trayectorias, no para poner en cuestión prácticas.
La cancelación que nunca llega
“No se puede separar la obra del autor”, repetían las participantes. Y lo hacían con un mensaje inequívoco: los premios, las galas y los obituarios no pueden seguir siendo zonas libres de memoria. Si hay que abrir las ventanas, se abren también en las biografías institucionales.
El testimonio leído durante el acto —una secuencia con penetración real filmada sin consentimiento, en un prostíbulo, bajo la mirada del equipo técnico— no corresponde a un país sin ley ni a otra época: ocurrió aquí, y sus responsables siguen ocupando puestos de poder. No es un caso, es un modelo.
Por eso la reclamación va más allá de la denuncia. Las organizaciones exigen mecanismos de protección con dotación presupuestaria real: un protocolo marco estatal, organismos externos, figuras de referencia en los rodajes, formación obligatoria y códigos éticos vinculantes.
No piden gestos simbólicos, sino herramientas para que una actriz joven no tenga que elegir entre rodar una escena o abandonar su carrera. Para que los abusadores no se cobijen en el prestigio ni las víctimas en el aislamiento.
Entre la estatua y el espejo
San Sebastián no ha sido un paréntesis. Ha sido una inflexión. Lo dijo con claridad Rakel Ezpeleta: “Si una víctima sola no puede, hagámoslo entre todas”. Lo que emerge es una red de apoyo que busca convertir el miedo individual en una exigencia colectiva.
El problema ya no es la falta de relatos: es la falta de consecuencias. La industria cultural ha mostrado una capacidad inusitada para relatar cualquier tipo de violencia... siempre que ocurra en la ficción. La tarea ahora es que esa misma industria deje de escribir finales felices para los agresores en la vida real.
La denuncia pública no es el final del camino, es el punto de partida para un sector que aún no ha decidido si prefiere conservar sus mitos o proteger a sus trabajadoras. Lo que está claro es que las mujeres ya no están dispuestas a ceder el relato, ni mucho menos el espacio. La escena ya no es la misma.