Mientras Starmer busca capital internacional para maquillar la anemia económica británica, la presencia del presidente estadounidense vuelve a provocar rechazo social y revive la controversia sobre su pasado más turbio. Donald Trump ha vuelto a Europa, y con él, las contradicciones de una diplomacia de escaparate donde el oropel disfraza intereses crudos y silencios incómodos. En su segunda visita de Estado al Reino Unido, el presidente estadounidense aterriza envuelto en gestos grandilocuentes, cifras millonarias de inversión tecnológica y una coreografía cortesana diseñada para exhibir una “relación especial” que, en realidad, es cada vez más desigual.
Durante dos días, los titulares hablarán de inteligencia artificial, crecimiento económico y vínculos transatlánticos, mientras el Castillo de Windsor despliega banderas y trajes de gala. Pero bajo esa superficie, se arrastra una incomodidad latente: la que genera un mandatario cada vez más cuestionado en su propio país, acusado de dinamitar normas democráticas, despreciar los derechos humanos e ignorar sus vínculos con redes de explotación sexual que siguen bajo investigación.
Londres se rinde al capital, no al personaje
La recepción de Trump, orquestada por el Gobierno británico, se presenta como una apuesta estratégica para relanzar el crecimiento económico tras años de estancamiento. Starmer, que acaba de asumir Downing Street con un mandato exigente, ha apostado por una agenda de apertura regulatoria para seducir a los gigantes tecnológicos estadounidenses, dejando a un lado las cautelas que definieron el modelo europeo en materias como inteligencia artificial, seguridad digital o fiscalidad de las grandes plataformas.
El resultado: un paquete de inversiones por 10.000 millones de dólares, impulsado por empresas como Microsoft, que busca consolidar al Reino Unido como cabeza de puente de la industria tecnológica norteamericana en Europa. A cambio, Londres flexibiliza estándares, diluye barreras regulatorias y se distancia aún más del modelo comunitario.
En términos comerciales, el rédito es inmediato. En términos democráticos, el precio es alto. Porque no se trata solo de un acuerdo económico: se trata de blanquear, con los colores de la corona y los discursos de oportunidad, a un líder que acumula denuncias por corrupción, autoritarismo y misoginia, y cuya imagen internacional ha sido deteriorada por sus decisiones arbitrarias, su retórica incendiaria y sus alianzas cuestionables.
Un fantasma llamado Epstein
Ni las cifras ni los brindis han logrado opacar el ruido de las protestas. Mientras Trump se pasea por Windsor, la ciudadanía británica le recuerda que no se olvida. Las movilizaciones que lo esperan en Londres, y que ya se han dejado sentir en los alrededores del castillo, no son solo actos de rechazo político. Son recordatorios de que el poder no borra la historia.
La proyección de imágenes de Trump junto al pedófilo Jeffrey Epstein —muerto en prisión en circunstancias aún desconocidas—, junto a una carta de cumpleaños atribuida al presidente estadounidense, ha vuelto a poner el foco en sus relaciones pasadas. Unas relaciones que su Administración niega o minimiza, pero que cada cierto tiempo resucitan como símbolo de una política que se cree impune y que responde a los escándalos con espectáculo, no con explicaciones.
El daño colateral no ha tardado en llegar. Keir Starmer ha tenido que destituir a su embajador en Washington tras conocerse su cercanía con el entorno de Epstein. Un movimiento que revela hasta qué punto ciertas conexiones siguen contaminando la política internacional, incluso entre quienes prometían cambio.
Porque si algo deja clara esta visita es que la política exterior, cuando está guiada por el cortoplacismo económico, suele olvidar sus principios en la sala de protocolo. Y que permitir que líderes autoritarios desfilen entre honores y contratos, sin cuestionar su historial, no es diplomacia, es complicidad.