El Ejecutivo balear ha solicitado al Tribunal Supremo suspender el decreto estatal que regula la distribución de menores migrantes no acompañados. Alega saturación y falta de recursos. Pero el fondo de la cuestión va más allá del cómputo de plazas: se trata de si el país, como estructura de garantías, está dispuesto a sostener la infancia más desprotegida cuando llega sin red ni nombre.
Cuando la infancia es frontera
El reparto de menores migrantes no acompañados no es una medida decorativa. Se activa cuando ciertos territorios —como Canarias, Ceuta o Melilla— triplican su capacidad de acogida y no pueden sostener por sí solos los flujos de llegada. La fórmula que el Gobierno ha puesto sobre la mesa no expulsa competencias autonómicas ni impone traslados caprichosos. Lo que hace es intentar que el Estado, en su conjunto, asuma que hay un suelo mínimo de derechos que no puede ser arrastrado por las coyunturas.
El decreto recurrido por Baleares contempla criterios de distribución según población, capacidad y recursos disponibles. En ningún momento plantea abandonos masivos ni traslados sin garantías. Lo que pide es una política federal que funcione más allá del reparto de costes. Si hay un menor sin familia que llega a España, es un menor bajo protección pública. Y eso debería bastar.
La saturación como argumento único
Baleares alega que tiene capacidad para 76 menores y que ya acoge a más de 700. La cifra impresiona. Pero la cuestión no es solo de proporciones, sino de respuesta. Si la saturación es real, el debate no se resuelve con bloqueos judiciales, sino con exigencias de financiación, ampliación de plazas, mejoras en el sistema y una coordinación real con el Gobierno central.
Pedir auxilio mientras se niega a colaborar forma parte de un doble lenguaje institucional que se ha ido instalando con fuerza en ciertos gobiernos autonómicos. Se exige al Estado que actúe, pero se rechaza su intervención cuando esta se formaliza. En este caso, con una norma que regula por primera vez un marco nacional de acogida con criterios comunes, planificación y posibilidad de declarar la contingencia migratoria.
Rechazar ese modelo implica volver a una lógica de cada uno a lo suyo. Una lógica que no responde al fenómeno migratorio, que no protege a la infancia y que convierte a las comunidades en compartimentos estancos incapaces de articular una respuesta común.
Una urgencia que no se puede aplazar
Los menores migrantes que llegan solos no lo hacen con una hoja de ruta ni con promesa alguna de ciudadanía. Llegan a un país que, formalmente, les reconoce como sujetos de derechos. La política migratoria no puede gestionarlos como cifras que distorsionan balances presupuestarios. Tampoco puede dejar su acogida al azar de la voluntad autonómica, como si fueran una carga o un trámite.
La medida del Gobierno no es la panacea. Puede y debe ser mejorada. Pero su espíritu va en la dirección correcta: repartir responsabilidad para no abandonar. Y ahí, lo que está en juego no es solo la eficacia del decreto, sino la solidez del pacto territorial que sostiene el sistema público.
Negarse a colaborar no resuelve el problema. Lo traslada a otros. Lo convierte en bomba de relojería. Y, sobre todo, rompe con la idea de que el interés superior del menor no se negocia. Ni en sede judicial ni en rueda de prensa.