La salida discreta del responsable de redes sociales de Vox tras una denuncia por agresión sexual a un menor no es un episodio aislado ni una anomalía administrativa. Es un síntoma. La extrema derecha española vuelve a enfrentarse a una acusación de máxima gravedad con el mismo patrón: desvinculación exprés, ausencia de explicaciones políticas y ningún cuestionamiento interno de una organización que se presenta como guardiana de valores.
La denuncia describe un abuso de poder sostenido en el tiempo. Mensajes reiterados, insinuaciones, presión para encuentros privados y tocamientos no consentidos a un militante menor de edad. El denunciado ocupaba una posición orgánica relevante, con acceso directo a espacios de poder dentro del partido y de su entorno juvenil. La víctima señala precisamente eso: la jerarquía como palanca.
La reacción de Vox ha sido limitar el daño reputacional con una fórmula conocida: la baja voluntaria del militante. No hay suspensión cautelar comunicada, no hay apertura de investigación interna conocida, no hay comparecencia pública. Hay silencio. Y ese silencio es una decisión política.
El relato de la denuncia apunta a un elemento central: la utilización de la posición orgánica para generar una relación de dependencia y presión. No es un detalle menor. Vox ha construido buena parte de su estructura a partir de liderazgos verticales, especialmente en áreas de comunicación y movilización juvenil, donde la cercanía al núcleo dirigente otorga poder informal.
Ese diseño organizativo no es neutral cuando se producen abusos. Reduce los contrapesos, dificulta la denuncia y refuerza la idea de que los problemas se resuelven hacia dentro. O, directamente, se silencian. La decisión de la víctima de denunciar ahora, tras una nueva citación en la sede del partido, habla de un miedo acumulado, no de un conflicto puntual.
El doble discurso permanente
Vox ha hecho del combate retórico contra el feminismo, las políticas de igualdad y la educación sexual una de sus señas de identidad. Acusa a otros de promover una “ideología” que, según su argumentario, erosiona la protección de los menores. Sin embargo, cuando una denuncia concreta interpela a su propia estructura, el discurso se evapora.
No hay condena pública del presunto agresor. No hay mensaje de apoyo explícito a la víctima. No hay revisión de protocolos internos, si es que existen. La moral se invoca hacia fuera y se suspende hacia dentro.
El caso tiene además una dimensión especialmente sensible: el uso de menores en la estrategia política. Vox ha fomentado activamente la militancia juvenil y la participación de adolescentes en actos, campañas y producción de contenidos. Esa exposición conlleva responsabilidades específicas que el partido no asume cuando surgen denuncias graves.
La denuncia menciona que el joven fue citado para grabar vídeos en la sede del partido. El espacio político convertido en escenario de captación y, según el relato, de presión personal. La frontera entre militancia y subordinación se vuelve difusa cuando no existen garantías claras ni supervisión independiente.
El patrón de la extrema derecha
No es la primera vez que la extrema derecha europea responde así ante acusaciones de violencia sexual. La estrategia se repite: individualizar el caso, cortar el vínculo formal y evitar cualquier reflexión estructural. Todo lo contrario de lo que exige un problema que tiene que ver con poder, jerarquía y cultura organizativa.
La insistencia del denunciante en que conoce otros dos casos similares apunta a un posible comportamiento reiterado, algo que debería activar alarmas internas inmediatas. La ausencia de reacción pública refuerza la sospecha de que la prioridad no es esclarecer los hechos, sino proteger la marca.
Vox no ha explicado qué sabía, cuándo lo supo y qué medidas adoptó al tener conocimiento de la denuncia. Tampoco ha aclarado si el denunciado mantuvo contacto con otros menores en el ejercicio de sus funciones. Ese vacío informativo no es casual. Forma parte de una concepción del partido como espacio opaco, impermeable a los estándares que exige a los demás.
La extrema derecha construye su discurso sobre la idea de orden, ley y protección. Pero cuando ese relato choca con una denuncia que interpela directamente a su estructura, la respuesta es la mínima imprescindible para pasar página. Sin preguntas incómodas. Sin responsabilidades políticas.
El caso está ahora en manos de la justicia. Lo que queda en el ámbito político es una evidencia incómoda: quien se arroga la superioridad moral debería ser el primero en rendir cuentas. En Vox, una vez más, no ha sido así.