La Guardia Nacional de Trump: la frontera interior

El despliegue militar en Chicago consuma la deriva autoritaria de un expresidente que confunde orden con ocupación. Tras la excusa de la seguridad, se impone una lógica de control político y simbólico sobre los cuerpos, las ciudades y la disidencia

09 de Octubre de 2025
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La Guardia Nacional de Trump: la frontera interior

Cuando un Gobierno envía tropas a una ciudad que no está en guerra, no se trata de seguridad: se trata de soberanía. Donald Trump, fiel a su estrategia de sustituir el Estado por su voluntad, ha ordenado el envío de la Guardia Nacional a Chicago, amparándose en una lectura expansiva —y peligrosamente interesada— de la Ley de Insurrección de 1807. Bajo la retórica de “restaurar el orden”, se despliega un ejército interior con objetivos políticos: reafirmar su autoridad y castigar la disidencia.

La medida, presentada como un refuerzo para “proteger a los agentes federales”, llega en plena escalada de redadas migratorias y protestas ciudadanas. En la práctica, significa militarizar barrios enteros, normalizar la presencia de tropas en un espacio urbano y construir un relato en el que la protesta se convierte en insurrección y la inmigración en amenaza.

Una invasión con bandera nacional

Trump ha conseguido lo que ninguna administración reciente se había atrevido a intentar: introducir el lenguaje de la guerra dentro de la política doméstica.
Los 200 efectivos enviados por Texas —con el apoyo de otros 300 de Illinois— no son un gesto simbólico, sino una señal inequívoca de que el expresidente entiende el poder como ocupación. Su discurso, plagado de alusiones a “enemigos internos”, reaviva un viejo sueño autoritario: gobernar a través del miedo.

La escena es precisa: remolques militares instalados a las afueras de Chicago, soldados esperando órdenes mientras las autoridades locales denuncian una invasión federal. Trump ha conseguido, de facto, lo que pretendía: desplazar el conflicto político al terreno militar, reducir el debate sobre derechos civiles a una cuestión de obediencia y fuerza.
Su desprecio por la autonomía de los estados es ya estructural. En esta lógica, cualquier resistencia local —sea un alcalde demócrata o un movimiento de base— se traduce como “insurrección”. El marco legal queda desbordado por la retórica del castigo.

Militarizar la excepción

La maniobra tiene una larga genealogía. Desde Nixon hasta Bush padre, la tentación de utilizar la fuerza interna siempre reaparece cuando la política pierde el control de la calle. Pero Trump va un paso más allá: no busca restablecer el orden, sino apropiarse de él.
El mensaje no es sutil: si los gobiernos progresistas no “controlan” a sus ciudadanos, él lo hará con sus tropas.
La ley de insurrección, aprobada hace más de dos siglos, fue pensada para episodios extraordinarios. En manos de Trump se convierte en un instrumento rutinario de represión preventiva, un recurso de gobierno paralelo, destinado a sustituir el diálogo por el despliegue y la política por el uniforme.

El caso de Chicago es especialmente significativo. Las cifras de criminalidad están en descenso, las protestas han sido mayoritariamente pacíficas, y el alcalde, Brandon Johnson, ha actuado con prudencia institucional. Pero eso no importa: la lógica del trumpismo necesita el conflicto como justificación. Sin enemigo, no hay relato; sin amenaza, no hay poder.

El miedo como doctrina

En el fondo, Trump no ha cambiado de estrategia desde su primera campaña: convertir el miedo en programa político. Lo que ahora se representa en Chicago —la imagen de soldados federales custodiando calles civiles— es la culminación de esa doctrina.
A través del control territorial, el trumpismo refuerza su narrativa de “ciudad sitiada”, una idea que permite presentar cualquier disidencia como subversión. No importa si los manifestantes reclaman derechos migratorios o denuncian abusos policiales: el presidente responde con la gramática del enemigo interno.

La operación Midway Blitz, dirigida por ICE y respaldada por la Casa Blanca, no busca la eficacia, sino el espectáculo: cámaras, detenciones, uniformes. Trump ha entendido que la imagen del orden es más rentable que el orden mismo. La Guardia Nacional en Chicago no es una medida de seguridad, sino una campaña electoral con rifles.

Chicago es solo el laboratorio. Lo que hoy se presenta como “protección de agentes federales” es la antesala de una doctrina que borra las líneas entre democracia y coerción. Trump no ha desplegado soldados para restaurar la calma, sino para recordarle al país quién manda —y que está dispuesto a mandar por la fuerza.

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