En Gaza no hay pasado ni futuro. Solo presente, y es un presente reducido a ruinas. Es como vivir en una película en la que la cámara repite siempre la misma escena. Una casa derrumbada, un niño cubierto de polvo, una madre que grita un nombre que ya no contesta. Se diría que la historia se quedó atascada en un fotograma imposible de pasar, y sin embargo cada día llega más dolor, más fuego, más cuerpos.
Los números cambian a diario, pero ya nadie los cuenta de verdad. Son tantos los muertos que se han vuelto paisaje, estadística de un horror que supera la capacidad de entenderlo. Lo más aterrador no es la cifra, sino la normalidad con que el mundo la pronuncia. Como si fueran datos de inflación, y no vidas de verdad. Se mata tanto que ya no cabe la compasión en los telediarios.
Israel dice que se defiende. Pero ¿qué se defiende bombardeando hospitales, escuelas, refugios, convoyes humanitarios? ¿Qué se defiende asesinando periodistas para que nadie cuente lo que ocurre? Es difícil creer en la defensa cuando cada día mueren centenares de inocentes y el aire se llena de humo y silencio. La guerra se ha convertido en una tapadera; no es defensa, es exterminio.
En Europa discutimos palabras, no hechos. Nos peleamos por si se puede llamar “genocidio” o hay que usar un término más neutro. Como si un eufemismo protegiese a alguien de un misil. Mientras tanto, la diplomacia se refugia en comunicados asépticos, en condenas tibias, en una moral de salón que nunca pisa la sangre. La inacción es otra forma de complicidad.
España reconoció a Palestina, y fue un gesto necesario. Pero un gesto no detiene tanques. Un gesto no levanta los cascotes de un hospital arrasado. La política internacional tiene que elegir: o está con el derecho internacional, o está con quienes lo arrasan. O protege la vida, o protege la impunidad.
En Gaza, incluso la esperanza es un lujo que no se pueden permitir. El agua se contamina, la comida se pudre, la electricidad desaparece. Los niños crecen aprendiendo antes a esquivar drones que a escribir su nombre. Cada ataque no destruye solo edificios, destruye la posibilidad misma de futuro.
Y lo peor de todo es el silencio. El silencio de los gobiernos que callan, el silencio de los medios que se cansan, el silencio de la comunidad internacional que ya solo mira de reojo. El silencio es lo que convierte una masacre en rutina.