El final de la democracia en Estados Unidos

El intento de la Casa Blanca por amordazar a la prensa libre es un paso más hacia la instauración de la autocracia norteamericana

23 de Septiembre de 2025
Actualizado el 24 de septiembre
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Trump en una imagen de archivo| Foto: The White House
Trump en una imagen de archivo | Foto: The White House

Los estudios Disney han anunciado que volverán a emitir el popular programa nocturno de Jimmy Kimmel en la ABC, cancelado tras las presiones del Gobierno de Trump por sus comentarios críticos sobre el asesinato de Charlie Kirk, el activista vinculado al movimiento ultraderechista MAGA. La productora asegura que el show de Kimmel volverá a la televisión “para evitar agravar aún más” la situación por la que atraviesa Estados Unidos tras el atentado.

De alguna forma, Disney ha cosechado una sonora derrota mediática tras el aluvión de quejas y protestas ciudadanas por la suspensión de un late night que desde hace años registraba las más altas cotas de audiencia en la franja nocturna. La multinacional del entretenimiento ha tenido que claudicar ante la presión de la opinión pública y la firma de un manifiesto a cargo de 400 artistas –entre ellos legendarias estrellas de Hollywood– en el que se condena la suspensión del programa y se advierte del grave peligro que corre la libertad de expresión en el, hasta hace no demasiado, país de la democracia y los derechos cívicos.

En Estados Unidos todo está cambiando a un ritmo de vértigo. Trump está consumando su golpe de Estado lento y silencioso (férreo control de la Justicia y las instituciones, mordaza periodística y ambiente de terror contra las minorías), pero una parte de la sociedad norteamericana se resiste a caer en la edad sombría y distópica del fascismo trumpista. El magnate neoyorquino se ha propuesto aniquilar el Estado de derecho, fundar una dinastía o estirpe de corte familiar, absolutista y teocrática y convertirse en un autócrata a imitación de su venerado y admirado Putin. El pasado fin de semana, durante el multitudinario funeral por su amigo Charlie Kirk en el estadio de Arizona, el presidente republicano hizo toda una declaración de intenciones sobre cómo entiende él la política: “Odio a mis adversarios”, soltó ante miles de acólitos enfervorecidos a los que ya ha inoculado el virus de la intolerancia y la antipolítica.

Nunca antes se dijo tanto con tan pocas palabras. El trumpismo no es más que eso, odio, odio sin complejos, odio salvaje y desinhibido, odio desatado, sectario y siniestramente planificado con un solo objetivo: la guerra cultural como preámbulo a la guerra civil. Tras el asesinato de Kirk a manos de un iluminado, el señor feudal de la Casa Blanca que confunde el autismo con el automovilismo y la velocidad con el tocino vio la excusa perfecta para justificar una reacción violenta ultraderechista que no tardará en llegar. Detrás del interminable funeral de cinco horas pensado para inflamar aún más la llama del rencor de sus seguidores, detrás del incienso embriagador, de los cánticos de los adeptos en trance místico, de las palmas de las manos al cielo, de las lágrimas de la viuda y su fingido perdón al asesino (que será ajusticiado en la cámara de gas o en la silla eléctrica), no hay más que la triste demolición de la democracia norteamericana. Lo que queda de digno en USA es cada vez menos: las cuatro enmiendas de la Constitución todavía vigente (aunque a punto de ser sustituida por la Biblia), los jóvenes estudiantes que salen a la calle a exigir el final del genocidio palestino y el puñado de actores concienciados con el retroceso de las libertades en su país, los Robert De Niro, Meryl Streep, Ben Affleck, Jennifer Aniston y Tom Hanks. “Amo mi país, pero no lo reconozco en este momento”, asegura Angelina Jolie bajo la fina lluvia de glamur y nostalgia de San Sebastián.

En realidad, el odio de Trump no se dirige solo contra sus oponentes políticos (ha pedido que nadie derrame una sola lágrima por el malvado Biden, enfermo de un cáncer agresivo casi terminal), sino contra la democracia misma, que pretende desmontar pieza a pieza como un tambaleante mecano. Los ejércitos se forman a uno y otro lado de la trinchera, los mártires caen envueltos en la mortaja de las barras y estrellas, todo es tal cual como en Civil War, la película de Alex Garland que anticipa lo que está por llegar. Hoy ha sido un trumpista el caído en combate; antes fueron abatidos a tiros, como en los peores años del pistolerismo Chicago años veinte, una congresista demócrata y su marido. La crispación polarizada resulta insoportable. Todo está preparado para un estallido de violencia política como no se recuerda desde la Guerra de Secesión. Intelectuales humanistas de Harvard contra racistas del Ku Klux Klan; demócratas contra fascistas; americanos contra americanos, en fin. Nada queda ya de aquella tierra de promisión y oportunidades para todos que acogía a los exiliados huidos de la Europa de Hitler. Cada día que pasa, Trump da un paso más hacia el Estado totalitario, hacia su Trumpilandia, más bien una Disneylandia donde el dulce ratón Mickey Mouse empuña un AK-47 y Blancanieves es violada en las orgías de Jeffrey Epstein.

Trump empieza a controlar los medios de comunicación. El miedo al despido flota en la redacción del New York Times. Jimmy Kimmel es el primer represaliado político, pero habrá más, muchos más. La Casa Blanca filtra a la Fox que el presidente “no ejerce ninguna presión” para que echen al cómico, pero al mismo tiempo amenaza con retirar las licencias a las televisiones críticas con el nuevo régimen. La censura. Si esto no es una dictadura, poco le falta. In God We Trust, reza en los billetes de dólar. In Trump We Trust, más bien. El magnate elevado a los altares, como el Altísimo Ser Supremo con el mesías Kirk a la derecha del padre. Espeluznante.

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