Hay frases que nacen como broma de pasillo y otras que, sin pretenderlo, acaban retratando a quien las inspira. Esta, la de que “Feijóo no es presidente porque no quiere, pero le gustaría muchísimo”, resume bien la peculiar lógica política en la que vive instalado Alberto Núñez Feijóo: una mezcla de resignación teatral y ambición apenas disimulada, como si ambas cosas pudieran sostenerse a la vez sin chirriar.
En estos meses, Feijóo ha repetido que “ganó” las elecciones, que “España quiso un cambio” y que él no aceptó “chantajes”. Lo afirma con la serenidad de quien expone un hecho científico, aunque el resultado final —sencillo, numérico, obstinado— fuera otro. Pero el relato que él ofrece es más cálido consigo mismo: él estaba preparado; España, por algún motivo, no lo estuvo tanto.
Ese contraste entre su convicción personal y los votos reales ha ido creando una especie de narrativa paralela donde la presidencia no es algo que se construya sumando apoyos, sino algo que, en su versión, debería llegar por decantación moral. Si no ha llegado todavía, se intuye, será por culpa de la geometría variable del Parlamento o de la “degeneración institucional” que denuncia un día sí y otro también.
En ese relato, Feijóo nunca pierde: si alcanzara la presidencia, sería porque España ha entendido, por fin, el camino correcto; si no llega, será porque él se negó a ceder ante las fuerzas oscuras (siempre sin concretar del todo cuáles). Es una fórmula política cómoda, cercana a aquel viejo recurso de convertir cada revés en una prueba de integridad.
Mientras tanto, sus intervenciones se han movido entre la advertencia solemne y la teatralidad indignada. Ha convocado manifestaciones contra la corrupción sin pasar por el pequeño detalle de Génova 13; ha pedido “dignidad institucional” con la misma convicción con la que, al día siguiente, acusa al Gobierno de estar sostenido por “indecentes” diversos; y se ha proclamado guardián del sentido común mientras señalaba que él, si quisiera, ya estaría en Moncloa.
Todo ello deja un poso extraño: una mezcla de queja y expectativa, como quien espera que el país, más pronto que tarde, rectifique y le llame por teléfono para anunciarle que la presidencia ha quedado libre, si sigue interesado. La frase de partida lo recoge con precisión involuntaria: Feijóo no quiere ser presidente… salvo que se dé la casualidad de que pueda serlo. Y entonces sí, entonces le gustaría muchísimo. En política, ya se sabe, hay ambiciones que se declaran y otras que se deslizan entre líneas; la suya pertenece a estas últimas, aunque cada día resulte más evidente.
Entre tanto, el país sigue, la aritmética también, y Feijóo va ajustando su relato según convenga: cuando se acerca, mérito; cuando se aleja, culpa del entorno. Es un modo de navegar la política sin mojarse demasiado, confiando en que algún día la marea empuje sola.Y si no llega ese día, siempre quedará la explicación más cómoda de todas: no fue porque no pudiera, fue porque no quiso.